Nueves y Onces

Yo crecí queriendo ser como esos héroes de videoclip de la Generación X. Mi favorito, de aquellos personajes de ficción (ficticios porque nunca los íbamos a ver en vivo), era Zack de la Rocha. Víctima de esa moda que mezcló el rap con el metal, encontré en De la Rocha, alguien con una voz punzante y gangosa como la mía. Antes de que comprendiera lo contradictorio que era el apropiarse de las rastas, yo soñaba con algún día tenerlas. En ese espíritu ingresé en una universidad posh, después de doce años de un colegio casi-naval.

Lo de GenXer se me fue con el nueveonce. Era demasiado arriesgado ser un Zack de la Rocha en tiempos de la Guerra contra el Terror. Así, me convertí en uno de los primeros millennials, de la primera ola de hipsters. Me dejé la barba y me fui a Wisconsin, mucho antes de que Zack Galifianakis fuera popular. Así mismo, allá, en brazos de una no-doncella me di cuenta que no era tan millennial, que no era tan De la Rocha y que tenía que aprender sobre nuestro nueveonce chileno. Vinieron años de furia contra la máquina y neurosis a ritmo de texto de Naomi Klein. Los estragos de nuestro propio nueveonce, la crisis del noventa y nueve, como telón de fondo del surgimiento de mi mapa ideológico.


Pasaron algunos años y de tanta ideología me quedé sin amigos. Así de simple. Mi vida se convirtió en un concierto de avatares y lo único que se sentía realmente mío, ese sueño adolescente que se llama Queen Size Bed, después de un par de buenos pasos caía en el olvido. Comprendí que tenía que humanizar mis deseos, apagar el televisor y las redes sociales por un tiempo. Me volví trotador, como mi viejo, que con la edad había abandonado la pista y los zapatos. Me volví adulto, consciente de mi edad, de mi clase, de mi soltería y de mis pies chuecos.


Cuando vuelvo a ese nueveonce, a esa puerta hacia el siglo veinte y uno, todavía me duelen los años perdidos en enfrentamientos fútiles, en tanto nacionalismo innecesario. Miro el Cotopaxi y me muerdo la lengua antes de entretener los escenarios que me enseñó uno de mis maestros, sobre el poder destructivo de sus nieves y maldigo la estupidez de quienes construyeron un centro comercial en medio del Valle de los Chillos, no quiero que una erupción suya, nos cause un nuevo trauma. Ya somos grandes, hipsters o no, tenemos mujeres e hijos, trabajos y desempleos, propuestas y compromisos y nuestros viejos ya están viejos.


Estos son tiempos de reflexión y no me refiero al mundo, ni a todo el Ecuador. Estos son tiempos de reflexión citadinos. Vivimos en una ciudad paralizada por un embotellamiento vehicular, pero sobre todo por un embotellamiento mental. Queremos ser de clase media alta a como dé lugar, todos tenemos miedo de terminar viviendo en un barrio periférico. El arte, la barba, la moda, los videoclips y los muros de facebook pueden ayudar para que nos olvidemos de este gran predicamento. Yo no soy un enemigo del entretenimiento. Ayer me reuní con mis amigos para hacer lo que más disfruto: planificar guiones, contar historias, crear nuestros próximos hitos cinematográficos.


Así, cada uno de nosotros tiene un rol y una pasión, tiene su inteligencia y sus manos. Es hora de extender nuestra invitación al enemigo a sentarse a compartir el pan que lo vuelva nuestro amigo. De hacer el esfuerzo por leer más y escribir mejor. De llamar a la familia y decirle que tenemos nuestros propios puntos de vista, pero que nunca van a dejar de ser nuestros seres queridos. Es hora de escuchar a tu banda favorita y bailar para bajar de peso. Es hora de salir a pasear por el barrio y creer que podemos reconstruir el futuro.


Es hora de crear un nuevo hito, un nueve doce positivo.

Comentarios

Entradas populares