Sobre el valor de sentirse amado

Anoche, como muchas noches me encontré con un sentimiento amargo. Como hombre heterosexual, a veces me siento ajeno a la forma en la que ahora, a través de estos aparatos, hemos hecho de la belleza un algoritmo.

Digo amargo, porque quizá la treintena me ha hecho sentir de forma distinta la cultura actual de la belleza y la sexualidad. Lo que en mis veintes se sentía como una cultura plena, ahora me resulta vacía. Quizá sea el no tener hijos. Lo cierto es que como humano, ahora sí olvidándome de los membretes, me olvido a veces de la importancia de sentirme amado.

Aquí es donde la veinteañería en el siglo veinte y uno, desde esta periferia resulta un poco tóxica, porque en ese membrete millennial se agrupan tantas presiones por figurar en el mundo infinito de las imágenes que generamos, que lo que queda de lado, afuera de lo consciente y sensible es lo íntimo, y en ese sentido lo vital.

La belleza en estos tiempos es una suerte de flor de invernadero cuya imagen se transmite hacia su decadencia, sin necesariamente pasar por la sublimación, o por el velo suave de la sabiduría de eso que puede ser identificado como el alma o el espíritu. Estamos tan pegados que morimos sin saberlo entre sudores y hedores digitales, tratando de encontrar un avatar que atraviese el paso del tiempo.

Esta vida en sociedad, pero televisada (en un sentido más amplio que el de la televisión 1.0, sino en ese significado de transmitida a la distancia, mediatizada) se esconde la pobreza de nuestros tiempos. Esta pobreza que ni siquiera sabíamos que podíamos vivir, la de la era de la soledad. La pobreza que es como un vacío en la panza, pero sin fauna, pero sin poesía, el vacío sin silencio de las ciudades cuyas luces queman nuestros sueños.

Así, como en un sueño lúcido, a media noche, limpiando la persiana percudida por el smog del baño de mis padres, que se fueron al Valle de Los Chillos huyendo de la vejez del norte de Quito, recordé la sensación que algún día estaba tan presente en mi corazón adolescente y que llamaba al deseo de sentirme amado.

En algún punto entre los amores colegiales y las desvirginaciones universitarias, la economía de la belleza se comió a mi noción del placer en el amor y desapareció de mi radar hasta que a tientas, hurgando las grietas de mis experiencias y mis aspiraciones, entre los trapos ennegrecidos por la grasa que escupen los metrobuses por sus escapes, me di cuenta de que podía volver a sentir regocijo en el sentirme amado.

Cómo fue que se escondió esta sensación, tan vital, durante tanto tiempo, de mi consciencia. En qué punto de mi desesperación por los sucesos socioeconómicos que acabaron con nuestra noción de clase media y mi urgencia por entender los estándares de consumo, se me perdió el deseo de enviarme a mí mismo el mensaje de mi vida multiplicada por la presencia del amor.

Algo tienen que ver estos algoritmos. Algo tienen que ver estas voces de contactos que no se callan, pero que no nos tocan y que nos hacen vivir en estas prisiones de papel en las que somos succionados como las tetas de las vacas hasta que nos tumban en el hueco, ya sin vida, como gente con profesiones y oficios que nunca ha de ver el fruto de su trabajo, la pirámide que se construye con nuestros datos, en otras tierras.

Hicimos de la idea de la sociedad planetaria un algoritmo y todo se fue a la mierda, pero está en nuestra consciencia la capacidad de volver a conectarnos con ese deseo que de niños tenemos tan claro: el calor con el que nuestro pecho hace la fe cuando siente la presencia benévola de nuestros hermanos, con quienes nos enlazamos en la capacidad de sentirnos humanos.

Santiago Soto
02/04/2018

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