Otro amor en tiempos de otra cólera

Ayer, un motociclista atropelló a mi perro. Estoy en mis treintas, entrando a la segunda mitad de la cuarta década de la vida. Aunque estoy en una relación amorosa muy positiva, no estoy en las circunstancias económicas como para poder casarme y empezar una familia. Vengo de una familia de clase media, con antepasados que rozaron la nobleza, en algunos casos y otros que fueron borrados por las ingratitudes de la historia. Quizá por la inexactitud con la que la moral de los tiempos se encarga de discriminar entre buenos y malos, entre legítimos e ilegítimos, entre herederos y desheredados.

Lo cierto es que esta ciudad es todavía muy clasista. En el exceso de la inequidad que se vive en esta aquí, se han gestado movimientos para acabar con la misma. Los cuales, son contestados por quienes se reafirman en su convicción de pertenecer a clases con privilegios, desconociendo aún a sus propios familiares, obstinados por aferrarse a un orden que no terminan de entender, pero que están dispuestos a sostener, por la angustia que les significa el enfrentarse a un sentido de humanidad más abierto, para muchos, además, más cristiano.

Cuando el motociclista atropelló a mi perro, me sentí cercano al rol del padre, que quiere velar por sus hijos. Al comienzo tuve ganas de perseguir al motociclista y reclamarle con furia por su acción desalmada, sin embargo, pronto pude encontrar paz al constatar que mi perro, milagrosamente, había salido ileso. Es un perro muy fuerte y astuto, pero yo vi como el motociclista pasó por encima de él con las dos llantas, sin un mínimo gesto de contención. Como si hubiera sido entrenado para reaccionar en esas situaciones de forma profesional, siempre privilegiando su vida y la de los transeúntes por encima de cualquier animal que pueda cruzársele por el camino. Quién sabe, si hubiera curvado para evitar atropellar a mi perro, pudo haberse caído o me pudo haber atropellado a mí.

Vivimos en un momento de la sociedad en el que este tipo de atropellos, en muchos casos menos análogos al que tuve que constatar ayer, están sucediendo todo el tiempo. Esto sucede pese a que vivimos en un tiempo en el que el avance tecnológico, en teoría, debería permitirnos vivir con mucha mayor comodidad; tener mucho más tiempo y capacidad de velar por nosotros mismos y por los demás. Sin embargo, parecería que el hambre del ser humano, se impone por sobre su propia humanidad.

Mi generación fue criada dentro de un contexto de gran admiración por los avances de los países desarrollados y dentro de una idea utópica del fin de la historia, dado el límite que tuvo momentáneamente la guerra fría. Muchas de las promesas con las que fuimos criados no se cumplieron. La globalización se convirtió en un gran instrumento de crecimiento económico para las grandes empresas, pero también en una razón para incrementar el recelo con el que se relacionan las naciones y los pueblos.

Recientemente, lo que en palabras de Noam Chomsky es una patología social, la incapacidad que existe en Estados Unidos de controlar el acceso a armas muy peligrosas por parte de individuos que se vuelven misántropos por todo tipo de causas mentales y sociales, reveló que los cambios que está viviendo ese país, han tenido un efecto sobre una parte de la población que ha optado por armarse para defender sus derechos. Esta imagen nos ofrece una oportunidad de reflexionar sobre la gran desconfianza que ha crecido entre los seres humanos. Parte de las observaciones sobre este fenómeno han señalado que uno de los factores que impide a ciertas personas en una condición similar a aquellas de quienes deciden armarse, a hacerlo, es su vinculación con algún aspecto de fe.

Eso me hace pensar que, pese a nuestro gran avance tecnológico, los grandes temas de la experiencia humana, como son el amor y la muerte, se le siguen escapando a nuestros hallazgos, y el cultivar nuestra espiritualidad sigue siendo necesario en situaciones en las que no podemos encontrar respuestas en otro tipo de instituciones.

El reto que como humanidad tenemos al frente, es entonces, el que esa búsqueda espiritual, expresada en la forma en la que cada persona decida hacerlo, no vaya a separarnos más, sino quizá lograr eso que la globalización como instrumento económico no ha logrado, el que en cada una de nuestras vidas exista el compromiso por cuidar esto que tenemos, que es tan valioso, este espacio en el que nuestras vidas se han desarrollado por miles de años y que siguen presentándonos frente a maravillosos éxitos y abominables fracasos.

Santiago Soto
19/03/2018

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