A la vuelta de la esquina

(una historia, en construcción, sobre mi familia materna)

Hace pocos meses, la película Coco, se convirtió en un vehículo de reflexión para las audiencias americanas (América como continente).

Lo conmovedor de esta historia; el motivo por el cuál esta historia resonó con tantos de nosotros, se debe a que en muchas familias, existen antepasados que han sido negados, invisibilizados y olvidados en nuestra América.

En mi propia familia, el padre de mi única abuela viva, Clemencia Baquero, es uno de ellos. Lo único que sabemos sobre nuestro bisabuelo de apellido Muñoz, es que era de piel morena, que tocaba el violín y que tuvo una hija con nuestra bisabuela Isabel Hurtado, que por otro lado era blanca, hija del dueño de una curtiembre ubicada en el Cumandá y una señora colombiana llamada Ramona Ribadeneira.

Al haber sido criada más por sus abuelos, que por su madre (que se casó con un hombre con quien tuvo otros tres hijos, además de las dos que tenía antes de su matrimonio) su recuerdo está presente, gracias a sus retratos que cuelgan de la pared del cuarto en el que duerme mi abuela.

Mi abuela, Clemencia Baquero, fue una mujer trabajadora desde muy joven. Desde los balcones de la casa de su familia política escuchaba como le decían, la obrera.

Recia aunque pequeñita, mi abuela tiene el carácter de un volcán. Lo que le ayudó a sacar adelante un hogar con cinco hijos, que empezó en un pequeño departamento al fondo de la Mama Cuchara y que pasó por el precioso (en su momento) barrio de La Villaflora.

Su marido, mi abuelo Mario Gómez de la Torre, él mismo, heredero de una situación familiar dramática, era también un hombre recio, pero cariñoso y de muy buen carácter. Su abuelo fue Teodoro Gómez de la Torre Gangotena, el conocido político y militar que fue héroe de la batalla de Tarqui, en la que peleó con Sucre.

La tragedia vino por parte de la suerte del último de sus hijos, nuestro bisabuelo Francisco Gómez de la Torre, que fue el décimo cuarto de los mismos. Alto como su padre, ha sido un silencioso testigo de nuestra historia. Transcurría el siglo diecinueve y los Gómez de la Torre, una familia relacionada con el tronco ibérico que ostentaba títulos nobiliarios y ejercía de regentes en el país Vasco, estaban del otro lado de la historia de los liberales, con quienes estamos relacionados por el otro ámbito de nuestra familia.

Así, con los vientos del liberalismo transformando el mapa del poder en el Ecuador del siglo que vio en Europa el apogeo de las burguesías, en nuestro país, mi abuelo nació del segundo matrimonio de su padre, con una quiteña cuya familia en gran parte, migraría a los Estados Unidos a mediados del siglo veinte.

La madre de mi abuelo Mario, una mujer que no se había casado aún cuando ya se aproximaba a la treintena, era de la misma edad que las hijas de su primera esposa, de la cual Francisco había quedado viudo. Lo que despertó el celo de sus hijas. Francisco había heredado de su padre un molino en Cotopaxi, donde se dice que tenía algunas de sus propiedades más queridas, en las que se retiró cuando dejó de ejercer sus numerosos cargos políticos.

Francisco había vivido en medio del misterio en los inicios de su vida. Fue robado cuando era solamente un bebé. Sin embargo, el ladrón del niño, arrepentido, lo abandonó en un orfanato, manejado por unas monjas en la provincia en la que en su vida adulta se dedicaría a administrar el molino.

Creció con las monjas. Lo hizo como un huérfano. Y no fue solo hasta que llegó a la mayoría de edad, que estas le revelaron su identidad, con lo cual se pudo permitir reclamar su derecho sanguíneo. Francisco nunca conoció a Teodoro.

Mi abuelo, al ser hijo del segundo matrimonio de su padre, junto con su hermano Oswaldo (que sí heredó la talla de Francisco), no tuvieron acceso a la propiedad en Cotopaxi, y después de que su padre los abandonara por su propio fallecimiento, cuando mi abuelo tenía unos ocho años, se quedó con su hermano y con su madre, en Quito, teniendo que trabajar desde joven para velar por ella.

Es tan peculiar el destino, que la señora, que había vivido ese momento de cambio para el Ecuador, que vino con la modernidad de los liberales, murió atropellada por el padre del más famoso de los artistas ecuatorianos, cuando con su taxi la golpeó mientras ella cruzaba la Diez de Agosto, frente a la Cancillería, en donde se encontraba visitando a una de sus amigas.

Cuenta la historia que Oswaldo, al constatar que como reparaciones por el atropellamiento de su madre, la familia del famoso pintor le ofreció solamente una modesta cantidad de dinero, él proclamó- mi madre no valía esa cantidad- por lo que finalmente no les entregaron nada.

Mi abuelo tenía apenas veinte años.

Volviendo a la historia de nuestra abuela Clemencia, cuando su abuelo de la curtiembre falleció. El gobierno aprovechó para expropiarle la propiedad en el Cumandá. Con lo que su abuela colombiana se quedó solamente con el almacén en el que antes expendían los productos que ellos mismos producían. En su mayoría, botas para el ejército. Su abuela, una mujer muy organizada, fue la primera maestra de mi abuela, que solo pudo cursar la escuela. Lo hizo en el barrio de San Sebastián, en la escuela que lleva el mismo nombre de la avenida en la que fue atropellada su suegra: Diez de Agosto. No pudo ir al colegio, porque en esos tiempos eran muy pocas las mujeres que podían acceder a la educación secundaria.

Pese a la expropiación, su abuela colombiana dio batalla y desde una gran casa en la calle Loja, que daba hasta la cuadra de atrás y que contaba con dos patios, la familia Baquero logró salir adelante. Cada uno de los hijos se fue enrumbando en la vida. Hay algunos que lograron hacer cosas importantes para el país, como aquel pariente que fue encargado de traer los aviones Canberra.

La historia de mi abuela fue un poco más humilde. Al fallecimiento de su abuela, pasó a vivir con su madre, que se había casado ya, con un amigo de la familia. Se fue a vivir en a ciudadela México, con sus hermanas, en una casa en la que al comienzo tenían que utilizar el agua que provenía del pozo que se encontraba en el jardín de la casa y que era uno de los más afluentes de la cuadra.

Su hermana mayor, que también había sido hija de un padre distinto a aquel con el que su madre se casara, sí lo conocía. Mientras que Clemencia, mi abuela, nunca tuvo una imagen del violinista de apellido Muñoz que enamoró a Isabel y que no fue aceptado por la abuela colombiana.

Ayer, mientras caminaba por la calle en la que está ubicado mi condominio, la Pedro Muñoz, trataba de imaginarme a ese bisabuelo al que le debo en parte los genes que me permiten hacer música.

Saben, la vida a veces tiene coincidencias peculiares.

Lo digo porque la calle en la que queda el condominio en el que vivo desde que nací, en realidad, solo durante algunos años llevó el nombre que me recuerda a mi bisabuelo.

Si es que ustedes conocen Cotocollao, quizá pueden entenderme.

La calle Pedro Muñoz es una calle muy cortita y bonita. Va desde su extremo norte que llega hasta la Calle Unión y Progreso (que en su encuentro con la prensa cuenta con la edificación que se llamó Casa del Pueblo) y avanza hasta su extremo Sur que es la Avenida Diego Vásquez de Cepeda.

Bueno, así de peculiar es el destino, que precisamente desde la Diego Vásquez, en cuya esquina se encuentra el Condominio Los Reyes en el que habito, la Pedro Muñoz pasa a llamarse Gualaquiza. Seguramente lleva ese nombre como consecuencia de la guerra con el Perú de mil novecientos ochenta y uno, ya que ese nombre le pertenece a una población ubicada en el sur oriente del Ecuador y que se acerca a la frontera.

Así, de la misma forma que fuimos separados de nuestro bisabuelo Muñoz, en la disposición de las calles de este sector, fuimos separados de la calle que lleva su apellido.

Al destino le gusta jugar juegos geográficos.

Volviendo a la imagen de mi paseo por la Pedro Muñoz, ayer en la tarde, puedo decir que me imaginé que mi bisabuelo olvidado era una persona corta, como la calle, ya que mi abuela es pequeña y morena. Corto, pero poético. Corto, como yo, pero lleno de poesía y de música. Para que entiendan esto, deben ver con ojos de bondad y amor a la Plaza Guayaquil, que queda en la Pedro Muñoz y que me recuerda a la Plaza Rittenhouse, uno de mis lugares favoritos de Filadelfia, en donde hice mi posgrado en cine.

Pese a lo autobiográfico de esta historia, quisiera concluir con una invitación hacia una reflexión más amplia.

En Quito, las familias, desde la fundación española de la ciudad, empezaron a mestizarse. Hay que entender que esta ciudad, en términos occidentales, es un lugar muy remoto. Lo que significa que, la gente contó con más libertad. Por eso el espíritu quiteño es tan bohemio y libertino.

Sin embargo, existieron diferentes olas ideológicas que afectaron esta ciudad y que afectaron el comportamiento de las familias. Sin ser un experto en la historia de España, entiendo que en un momento, cuando su mala administración de las colonias le llevó a la ruina, se intentó reconquistar el dominio de sus estructuras. Lo que devino en diferentes procesos de segregación por parte de los miembros de nuestras comunidades, nuestras sociedades, ciudades y familias.

Este fenómeno también se repitió, aún cuando el país ya había ganado su independencia.

Por ejemplo, a inicios de siglo veinte, dados los sucesos que se derivaron de los desarrollos científicos de la época, se construyeron teorías pseudo científicas, que volvieron a agitar los sentimientos segregacionistas en nuestra tierra.

Estos temas, son muy delicados y dolorosos.

Además, cualquier conclusión apresurada sobre los mismos puede tener un sentido inhumano y cruel.

Pese a eso, con respeto a la complejidad de la historia, vale la pena reflexionar sobre los caminos a través de los cuales, nuestras familias fueron afectadas por las corrientes de la época.

Yo seré un Gómez de la Torre, apellido que trajo consigo una gran importancia, en su momento, no solo en España, sino también en Quito, Cotopaxi e Imbabura. Sin embargo, soy un ecuatoriano, me reconozco como tal y también soy alguien que cree que hay algo muy bueno en nuestra América. Que pese a las tensiones y a los recelos, al miedo con el que a veces queremos separarnos, según la escala pantone de la identidad y la idea de la raza, en nuestra cultura más cotidiana vivimos un tipo de encuentro que es muy difícil de sentir en otro lugar.

Así, puede ser que la decisión de nuestra bisabuela colombiana Ramona Ribadeneira, nos haya impedido conocer a ese violinista Muñoz, que le alegró y entristeció la vida a mi bisabuela. De la misma forma que puede ser que un arrebato de nacionalismo hizo que a esta extensión de la Pedro Muñoz se le llame Gualaquiza. Sin embargo, para quien busca las pistas de su historia, las imágenes y el cariño, están tan cerca, como caminar hasta la vuelta de la esquina.

Fin (por ahora)


Santiago Gabriel Soto Gómez de la Torre
23/02/2018

Comentarios

Unknown dijo…
Hola Santiago,

Muchas gracias por tu investigación y reflexiones, por seguir creyendo en nuestro país y por compartirla.

Un fuerte abrazo para ti.
Fernando Gomez De la Torre R.
Frío Quiteño dijo…
Querido Fernando, muchas gracias por leer mi blog. Me inspira para seguir escribiendo. Es cierto que hay que creer en el país. Vamos!

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