Masculinidad, paternidad y bienestar.

Hace cinco años, cuando regresé del posgrado, me encontré con un país distinto. Yo también era distinto. Me había ido a casar una gringa y regresé empty handed, como dirían los vecinos del otro lado del río.

El Ecuador, o mejor dicho, mi Ecuador, en el que yo había vivido desde que nací, este en el que queda el Cotocollao del que soy oriundo, ya no era el de las familias de clase media en franco descenso. Mis vecinos habían empezado a pintar de nuevo sus casas. Sus hijos tenían autos nuevos, trabajos, hijos, viajes, hobbies, futuros.

A la vez, ese nuevo Ecuador, era un territorio paradógicamente agresivo. La gente, en este nuevo momento, con nuevos juguetes y vestidos, estaba de nuevo empecinada por distanciarse del resto. Algunos se mudaron a los valles. Mis propios padres lo habían hecho. Afloraron en cierta forma, antiguos sentimientos de segregación, quizá por esa presión que el éxito económico de quien fue pobre como uno, genera en quien está distraído con las mieles del consumo.

En ese contexto, era muy difícil lograr generar acciones productivas artísticas como se habían venido realizando en los tiempos de vacas flacas. La gente ya no quería colaborar. Además, había que sumarle la tensión de estar en uno u otro bando político, como si de repente estaríamos en mil novecientos noventa e intentáramos generar empatía entre hinchas albos y toreros.

Yo tenía depresión. No le había dicho a nadie, ni a mí mismo en realidad, que me estaba yendo a la tierra de Lincoln a casar a una mujer que no se quería casar conmigo y cuando me di cuenta de que había gastado diez años de mi vida en un proyecto amoroso fallido, me resultaba más difícil aceptar las diferencias que los logros económicos de quienes encontraron el amor en la misma ciudad, generaban hacia mí, el Santiago, el esforzado viajero estudiante artista.

Entonces, decidí poner bajo mi cuidado el jardín de esta casa de conjunto en la que nos criamos. Esta es una casa que se parece a muchas otras soluciones habitacionales en serie, que se desarrollaron a partir de la segunda mitad del siglo veinte. Son casas firmes, pero simples, que uno puede encontrar en barrios como La Kennedy, así como en el antiguo camino al Valle de Los Chillos, o aquí en Cotocollao. El caso de este conjunto, tuvo encima los ojos de Sixto Durán, ese modernizador implacable, y aunque tiene esa semblanza con proyectos construidos desde los sesentas por entes gubernamentales, fue desarrollado como un proyecto privado. Todo esto para decirles, que lo más bonito de esta casa y de este conjunto, son los jardines que en este preciso diseño, se incluyeron. No todos los vecinos tienen jardín, algunos prefieren el cemento o el césped plástico, pero en el nuestro hay tres árboles, como hijos que crecimos en la casa dieciocho.

Hoy, mientras cuidaba el jardín, me di cuenta de algo.

Llegado como estoy a los treinta y cinco años, he empezado a notar que vivimos en un tiempo en el que la forma en la que entendemos nuestra masculinidad está cambiando. Los hombres nos estamos volviendo más conscientes de asuntos que antes dábamos por sentado. Esto es algo muy bueno. Sin embargo, presenta un montón de retos a futuro. Uno de esos retos es la paternidad.

Como buen estudiante, nunca recibí una dirección muy clara sobre la forma en la que realmente funciona la sociedad de esos pocos que controlan los medios de producción. Esa es un a historia ya bastante descrita, pero también hay algo que no aprendí en las aulas y tiene que ver con lo importante que es para un hombre el sentir que está cuidando a alguien o a algo. Ese es para mí el sentido primordial de la paternidad: la inyección de energía y amor que hacemos en algo que crecerá y nos devolverá un sentido de dignidad tan humano, que no está atravesado por todos esos códigos que marcan el sitio en el que el sistema económico nos coloca en la pirámide.

Desde esa perspectiva, y por el hecho de que yo partí de una depresión, a enfocarme en la importancia de la salud mental, me di cuenta de que en mi propia familia podía observar varios casos de hombres cuyas vidas se afectaron profundamente cuando la relación con sus hijos fue truncada. Ese fue el caso de nuestro bisabuelo, que creció sin su padre; de nuestro abuelo, que tuvo dos hijos que no pudo ver con tanta frecuencia como a los demás que tuvo; el de mi padre, que perdió un hijo poco antes de que el mismo cumpliera un año; el de mi hermano, que se separó de su mujer y tuvo que regresar a vivir con nuestros padres y el mío, que quise tener una hija con esa gringa a la que fui a casar en los Estados Unidos.

Menciono esto porque me doy cuenta de que pese a que la relación, la cercanía y el contacto con los hijos es algo tan importante para la salud mental de un hombre (y la causa de muchos problema sociales), el tema de la paternidad, como un eje trascendental en la construcción sicológica de la mitad de la población mundial, no aparece de la manera que debería aparecer en nuestros debates públicos. Hemos relegado la paternidad y por ende, entorpecido la forma en la que nos acercamos a la comprensión del funcionamiento de nuestra mente.

La paternidad como tema, al ser un treintón sin hijos, se me escapa en la dimensión que está presente en la vida de mis congéneres papados, pero regando mi álamo en el jardín me di cuenta de que si no hubiera cuidado de este otro ser que ahora me abraza y me cobija, quizá yo nunca me habría curado. Ya sabemos los efectos que tienen los mecanismos farmacéuticos. Es innecesario enumerar sus efectos secundarios.

Quiero decir entonces que el camino hacia nuestra salud con enfoque en la masculinidad, pasa por la capacidad que tenemos de amar y cuidar al resto.

Comentarios

Entradas populares