La historia de un álamo

Cuando yo tenía unos ocho años y mi hermano mayor, unos doce años (nos llevamos cuatro años y medio) plantamos un álamo en la vereda frente a nuestra casa en el Condominio Los Reyes, en Cotocollao.

Mi papá tenía una idea: hacernos plantar árboles nos haría personas más conscientes del valor de la naturaleza. Su mamá había crecido amando la naturaleza, puesto que su padre era agricultor, en el convulso tiempo de disolución de las haciendas serranas. Nuestra abuela dedicó muchos de sus poemas, a la observación de la geografía de Imbabura, en la que se encontraba la hacienda de su padre, llamada La Florida.

Supongo que el amor por las plantas; que valorar el ambiente rural, es algo que entró en un durísimo enfrentamiento con el Quito modernizándose que vivió mi papá. Agentes de modernidad como Sixto, repletaron la ciudad de obras de infraestructura que imitaban las postales de desarrollo provenientes de Estados Unidos, sin que los quiteños entendamos realmente la razón por la cual, en la primera potencia, se elevaban esos pasos a desnivel tan destructores de la lógica geográfica, en pro del desplazamiento de los motorizados.

Cuando fuimos a la charla de orientación para la beca del posgrado, en una universidad de Miami, la expositora nos contó que para Estados Unidos fue tan importante construir esas autopistas, por motivos militares. La segunda guerra, fue la de los camiones, que con su avance mordaz, permitieron a los Nazis invadir Europa como un trueno. Como mecanismo de defensa, los estadounidenses, necesitaban una red de caminos que en caso de ser invadidos les pemitieran trasladar el armamento rápidamente, de costa a costa.

Lo de Sixto y otros modernizadores de la capital era menos militar, era más ideológico. Si nos llegábamos a parecernos a los estadounidenses, quizá hubiéramos podido ser como ellos: prósperos e industriales, en lugar de agricultores y coloniales, como veníamos siendo, en la sierra, desde la conquista, tan brutal y trágica.

Para cuando llegamos nosotros, los hijos de los baby boomers ecuatorianos, la ideología modernizadora y posmodernizadora, seguía en plena vigencia. Así, nos criamos viendo televisivamente un norte que existía como utopía. En mi vida, esto me llevo, después de un par de amores truncos en tiempos de la secundaria, a buscar dejar semilla en el Midwest, donde pronto comprendí que los latinos la teníamos tan cuesta arriba, que ni con mi motor veinteañero fuera de borda, podría conquistar los prejuicios de quien pudo haber sido mi suegro. Un hombre que desde su metro noventa, me veía como una especie de pigmeo subversivo, tratando de conquistar a su hija.

Mi epopeya norteña me dejó muchas cicatrices, pero pocas alegrías y para cuando terminé de volver a casa, ya convertido en un treintón, tenía en la cabeza una neurosis que solo me pude sacar saliendo a pasear todos los días al Parque Bicentenario, que fue lo mejor que le pasó a este norte de Quito, desde que empecé mi vida.

Cuando cortaron el álamo yo no estaba presente. Tampoco lo estaba mi papá, ni mi mamá. No estaban mis hermanos. La directiva del condominio decidió que el álamo atentaba contra la corriente eléctrica de los cables que alimentan nuestros televisores (con los cuales admirar esa utopía norteña) y decidieron darle un tajo al tronco, a un metro de altura. Con lo que el árbol, que solía ser muy verde y frondoso terminó convertido en una especie de silleta, demasiado alta para ser utilizada.

Desde que regresé, me dediqué a cuidar al álamo. Lo veía como un reflejo de mi condición empequeñecida. Con fumigadas y regadas; con abrazos y confesiones, el árbol volvió a crecer y llegó de nuevo a sobrepasar los cables que conducen los electrones, con los que hoy escribo estas letras.

A mi padre le duele tanto que hayan cortado el árbol, que no puede concebir conversar sobre el tema. Las cosas tristes hay que olvidar- me dice con sabiduría. A mí, el suceso trágico, me recuerda la necesidad de estar presente en el lugar en el que uno es amado.

Estos días un amigo querido publicó una cita de Schopenhauer, que decía que el nacionalismo es refugio de quien no tiene de qué enorgullecerse. No sé si es muy sabio estar citando a Schopenhauer a estas alturas, pero creo que entiendo el guiño hacia la cautela con los excesos que produce el amor a un escudo, o a una bandera.

La responsabilidad, sin embargo, con quienes nos aman, nos permite aclarar la pista. Aquí ya no está el aeropuerto, está el parque y una ciudad en palabras del anterior alcalde, bastante descosida. Para volver a coser estas esquinas y recordar que la felicidad no es una pancarta de proyectos inmobiliarios en Cumbayá, es necesario acariciar a la schnauzer del vecino y tratar de imaginar, todavía sin hijos, como será de difícil la vida de un padre, que además de la integridad de sus hijos y de su esposa, debe cuidar la de las plantas que conforman su jardín.

Si es posible identificar esa dificultad y esa gran batalla que nuestros progenitores han tenido que cursar, quizá es posible estar a la altura de esta adultez postergada y empezar a transformar este país, desde la propia casa, desde el propio jardín, desde esta propia mesa.

Santiago Soto
28/03/2018

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