Arte y Resiliencia


Junto al mercado de Cotocollao, se observa un molino. No es un molino bonito, de piedra. Es un galpón con un letrero en el frente que dice Molinos y el nombre de la empresa. Pasa cerrado.

Mi bisabuelo, tenía un molino en Cuicuno, en la provincia de Cotopaxi. Tenía quinientas hectáreas de tierra. Era un hombre blanco. Medía un metro noventa y cinco y pesaba doscientas veinte y cinco libras. Era el bisnieto de un noble español, de Bilbao, que migró hacia lo que en esos tiempos era Nueva Granada, probablemente por la restitución del rey de España, a fines del siglo dieciocho.

A mi abuelo no le tocaron ni una sola de esas hectáreas. Sus medias hermanas no querían que su propiedad terminara en las manos de los hijos del segundo matrimonio de su padre, que se casó en sus sesentas, con una veinteañera quiteña, después de haber enviudado.

Mi abuelo fue muy pobre. Su padre murió cuando él era niño y su madre fue atropellada por el papá de Guayasamín, que conducía un taxi, cuando cumplió unos veinte años. A esa edad ya era padre, de la mayor de mis tías. Mi madre llegaría al mundo, poco después. Vivían junto con mi abuela, en un cuarto de una casa al final de la Loma Grande, bajando las gradas de Mama Cuchara. En una foto de una navidad, se puede ver a las niñas, en un comedor muy humilde. Ya eran tres hermanitas. Después de eso, pudieron comprar, gracias a un amigo, una de las casas de la Villaflora, que se desarrolló  como un proyecto social, bien diseñado. La Villaflora es bonita, pero cuando se mudaron a la casa, esta no tenía ni ventanas- recuerda mi madre.

El molino que está junto al mercado de Cotocollao, me recuerda la historia de mi bisabuelo, porque él construyó un canal en su hacienda, para alimentar el molino, para mover las piedras en las que se molían los granos, que venían trayendo los campesinos. El molino que está junto al mercado de Cotocollao, debe haber estado ahí, porque detrás del  mismo había una peña, por la que pasaba un río, el río Cotocollao.

El río Cotocollao, venía desde lo que en ese tiempo se conocía como Carretas, que es donde ahora están ubicados unos grandes edificios de dormitorios para policías, construidos justo sobre una fuente de agua. El agua bajaba por una quebrada, junto a la cual crecían taxos y uvillas. Esta quebrada era paralela a la Avenida del Maestro, donde se terminaba la Rumiñahui, desarrollada hace más de cincuenta años.

La quebrada se dirigía hacia la parte en la que ahora está el mercado, y avanzaba hacia donde ahora se realiza la feria libre. En ese lugar habían unas piscinas muy conocidas. Las piscinas de Agua Clara, que tenían el agua muy fría. Solo había como darse un chapuzón- recuerda un carpintero de La Rumiñahui, que solía venir desde La Floresta a pasearse con sus amigos, en Cotocollao.

La quebrada, hasta hace no muchos años, continuaba a la sección en la que ahora se encuentra el estadio de Liga.

En algún punto de los sesentas, se empezó a rellenar la quebrada del río Cotocollao. La avenida Real Audiencia no existía. Solo habían dos vías, la avenida de La Prensa que conducía hacia el pueblo de Cotocollao, desde donde se podía ir hacia Nono y desde ahí hacia el noroccidente; y la avenida Panamericana, que conducía hacia Calderón.

Si uno se fija en el tipo de desarrollo urbano que se suscitó a partir de ese momento en el que se cubrió la quebrada del río Cotocollao, se puede establecer mayormente dos tipos de proyectos. Por un lado se puede observar conjuntos habitacionales como en el que vivo (es decir, soluciones residenciales de interés social) y por otro lado, galpones de industrias, algunos de los cuales, siguen cumpliendo funciones de producción.

Rellenando la quebrada, se pudo generar ingresos para los desarrolladores de tierras, como la constructora que construyó el conjunto en el que vivo, de la que se cuenta que tuvo un involucramiento del mismísimo Sixto Durán Ballén, arquitecto que también fue alcalde de Quito.

Si uno se para en la Avenida Diego Vásquez de Cepeda, que fue construida sobre el relleno de la quebrada, en el pequeñísimo pedazo de parterre que sobrevivió a la construcción de la vía del Metrobús, frente al mercado de Cotocollao, se dará cuenta de que este sector de la ciudad, es algo que podría considerarse un No-Lugar.

No existen muchas razones por las cuales una persona desearía estar parada ahí. Los grandísimos buses pasan junto a uno, arrojando nubes densas y oscuras de gas carbónico. La avenida, convertida en una gran placa de cemento, es un territorio inhumano, intransitable. Algo tan abrasivo para la vida humana, como lo es un matamoscas, para aquellos insectos.

Si se observa en dirección del Casitahua, y se conoce de la existencia anterior de la quebrada y el río, uno puede imaginar los cebadales, que crecían en las laderas de Collaloma, en ese territorio que debe haberles pertenecido a los Ponce, porque ese sector se conoce como Ponceano. Del otro lado de la quebrada, debe haber estado la gran hacienda de La Delicia, que se dice era propiedad de los Bustamante. Así, antes de la Reforma Agraria, los alrededores de este pueblo milenario, que data del mil quinientos antes de cristo, eran un ejemplo de la terrible concentración de tierras que existía en la serranía, en la que el modelo de producción seguía asemejándose a los tiempos de los señores feudales, pequeños soberanos, dueños de las vidas de los habitantes de pueblos enteros.

Después vino la modernidad (hace no mucho) y con ella, visiones como aquella de los constructores que vieron la oportunidad de vender soluciones habitacionales de clase media, sobre los terrenos construidos encima de lo que algún día fue la fuente de vida de este territorio: es decir, el río.

La vida en la ciudad moderna es cruel. En la misma Avenida Diego Vásquez de Cepeda, se pueden observar muchos talleres. La mayoría de ellos ofrecen servicios de mantenimiento para los autos. Son lugares oscurecidos por el humo y la grasa, en los cuales, hombres muy trabajadores se pasan cambiando y arreglando piezas de autos. Los desarrolladores de tierra solo pudieron vender la idea de que vivir en Cotocollao, era lo mismo que vivir en Quito, porque siguieron el modelo estadounidense, de una familia, una casa, un auto, y así se podía contar con el medio de transporte que serviría para diferenciar entre un obrero y un profesional.

No hay mucha vida cultural en la Avenida Diego Vásquez de Cepeda. Esta es una vía consagrada a la actividad industrial, con algunas reminiscencias de los tiempos en los que esto era el campo, como aquel molino que me recuerda al que tuvo mi bisabuelo.

Caminando por lo alrededores de esta avenida, uno se encuentra con una imagen que es muy familiar ahora: la de los transeúntes encorvados observando pequeñas pantallas que agarran con las manos.

La versión de la modernidad que estamos viviendo, es más vistosa en esas pantallas, que en el mundo real. El mundo real sigue anclado en el siglo veinte, con el humo y el sonido de las máquinas, mientras que en los smart phones parecería que estamos viviendo en una realidad en la que abundan mujeres hermosas, semi desnudas, en departamentos y resorts de lujo, viviendo la mejor vida que se puede vivir.

Frente a la brutalidad de la realidad, el opio de la virtualidad reemplaza la necesidad de fumarse un tabaco. Concentrado en tu pantalla puedes olvidarte de la sensación de sebo cocinado que palpa tu palma pegada en la pared del asiento del Metrobús en el que estás viajando.

Los fotógrafos que se dedican a tomar fotos de modelos, se benefician, muchas veces, de algún departamento bonito. En esta época de concentración extrema de la riqueza, si uno vive en el lugar adecuado de la metrópoli, se puede lograr casi todo. La gente está dispuesta a arriesgarse confiando en la gente que tiene dinero.

El trabajo de estos fotógrafos alimenta el deseo de escapar de los trabajadores atorados en las zonas industriales de la ciudad y esta versión de la cultura que estamos viviendo, cumple su ciclo.

Afortunadamente, en los barrios industriales como el nuestro, también existen estudios artísticos como el que mantenemos. Estos son espacios de resiliencia, que buscan reinventar la cultura, desde la música, la plástica, el cine u otras disciplinas. Las personas que nacimos y crecimos en estos espacios, hemos encontrado en las artes, formas de explorar nuestra humanidad, a través de nuestras capacidades de expresión y nuestro deseo de vivir en un mundo mejor.

Mi abuelo sufrió mucho, pese a haber portado un apellido que tenía una connotación de nobleza. Fue un obrero como muchos de los que trabajan en las mecánicas de la Diego Vásquez. Era un hombre pequeño, muy cariñoso, fuerte y valiente, que fabricaba pailas de aluminio, y muchas otras cosas más, doblándolas en tornos, con sus propias manos.

Su retrato ahora reposa encima de este escritorio, encima de algunas frases que he pegado para motivarme a seguir trabajando en mi banda y en mi película.

Su historia es la de una familia que migró a América buscando independizarse de una estructura política europea que dejaba poco espacio a la disidencia. Nuestra residencia es el repositorio de esos mismos esfuerzos, de esos mismos sueños, de esa misma templanza, de ese mismo espíritu.

Santiago Soto
25/09/2018

Comentarios

Entradas populares