El Sueño de la Serpiente (cuento)

Hace diez años, me mudé a Nueva York. Iba cargado de sueños. Unas semanas después de mudarme, llegaron mis padres a visitarme. La visita terminaría con mis ilusiones. Papá estaba enfermo.

El cáncer es una enfermedad cruel- le dije a mi tía, hoy mientras íbamos a recoger a papá del hospital.

Han sido diez años muy duros para mí- sentencié. 

Decidí que tenía que volver, que tenía que estar aquí. No iba a ser fácil. Iban a haber gritos, puñetes, patadas (puñetes y patadas metafóricas). 

Cuando uno se enferma, los demás, en la familia, también se enferman.

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A los dos años, yo ya estuve en las aulas. El jardín se llamaba Ateneo. Funcionaba en la Rumipamba, unas casas más arriba de la Av. América, pero pronto se pasó a otro lugar, cerca, en la Belisario. Unas cuantas cuadras hacia el sur por la América y unas cuantas cuadras hacia el este, hacia la 10 de Agosto.

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Lo más difícil, en ese momento, era poder plantearme una pregunta. No quería abrir otra pestaña. No necesitaba más ansiedad. 

La foto de una colega con camiseta de Britney Spears, era feminista?

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En mi imaginación, me hubiera ido a pasear. Estaría en España estudiando una maestría en Historia del Arte. Siempre quise estudiar Historia del Arte, pero en el año 2000... 

Espero.

Ya no puedo repetir mis mismos razonamientos sobre la crisis. Lasso ganó. Estamos viviendo en un mundo parecido al de Batman. Simplemente esa es la normalidad. 

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En el centro comercial me di cuenta de que las camisetas, que revelan el pupo, están de nuevo de moda. Estaba esperando a mamá, pagar la cuenta del colegio de mi sobrino. Una mujer como de un metro setenta y cinco se acercaba. Me resultaba más fácil verle el pupo que nada. Le vi el pupo, pasar junto a mí. Pensaba: las puperas están para eso.

Ya no le veo a la gente. Es como que no tuviera energía para desconcentrarme. Sé que debo estar pendiente de lo urgente.         

Soñé con una serpiente.

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En el jardín encontré un pedazo de hueso. Parecía una piedra, pero era mucho más liviano. En mi jardín hay restos antiguos de los Cotocollaos. Un pueblo que habitó hace tres mil quinientos años, estas lomas, y también este pedazo, en donde está el conjunto de casas en las que aún vivo. Solía ser un bosque junto a un río, que bajaba por una quebrada. Hace cuarenta años taparon la quebrada. Las calles aún se inundan. Todavía hay pedazos de alforjas y huesos en la tierra. 

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La hermana de mi amigo Pablo se va a casar- pienso. Era una bailarina, muy bella. Las personas nacidas en los noventas ya están poniéndose treintonas. 

Mis treintas pasaron: violento.

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Voy a ir a España, pero a tocar un concierto. Claro, eso depende. Necesito que me vaya bien, ahora que me voy a presentar solo. 

Es mi momento Cerati- deseo. 

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En el siglo diecinueve se mataban, como hoy se matan también, a veces, por deseo. 

Deseaban a alguien a quien no debían desear y se mataban.

Después venían los discursos- pienso.

Ya no creo en la revolución. 

Creo más bien en la evolución (qué gastado!).

Al papá de papá Pachito (mi bisabuelo) deben haberle matado los liberales. Seguro él era conservador. Aunque quizá, quizá, más que conservador, simplemente era parte del estatus quo. 

También es posible lo opuesto.

Eso me pasa cuando pienso en los bandos; en los actuales y en los pasados. 

Creo que cuando un hombre muere, en uno de esos enfrentamientos y sus hijos quedan huérfanos, sucede que después pasa lo contrario, con los miembros del otro bando. 

Es eso de las cuentas pendientes. 

Es el mundo de Batman, no?

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La guitarra es una espada moderna. Y tener una buena espada cuesta mucho. Aunque también hay que saber que una espada vieja, puede ser muy cara y ya no servir mucho. 

Yo tengo una espada nueva.

Es argentina.

La conecto al amplificador, de tubos, y puedo tocar con ella: veinte y tres canciones.

Si no llueve, en Noviembre podré tocar.

Voy a ir con mi nombre.

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Cuando me subí al auto de mi papá, que yo conducía el día de hoy, por su enfermedad, sentí algo extraño, pero hermoso.

Algo mágico.

Y para mí es peligrosamente cursi sentir algo mágico.

El ejemplo de lo mágico para mí es esto: Pones tus manos, una sobre otra, de tal forma que cada dedo cubra al de la mano que esta abajo. Las elevas, frente a tu cara. Las pones cerca. A unos diez centímetros. Cierras los ojos. 

Es mejor si estás en un centro comercial y una chica con una pupera, demasiado alta, como para que te den ganas de alzar a ver, cuando vienes medio agotado, por la enfermedad de tu papá, pasa por a lado tuyo.

Sientes las manos?

Es como sentirte a ti mismo. Ese estar ahí que es tan bueno, que te coloca en el lugar en el que estás. Es una forma de centrarte. 

Cuando me subí al auto de mi papi, que yo conducía el día de hoy, por su enfermedad, sentí algo mágico.

Ahí estaba yo: El Santi.

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Voy a ir con mi nombre: yo me llamo Santiago, Santiago Gabriel Soto Gómez de la Torre. 

Es difícil tener un nombre tan largo.

Mi espada, como mi guitarra, son así: largas y pesadas.

Quizá necesito acortarlo un poco, pero no tanto. 

Santi Soto, por ejemplo, es práctico, pero corto.

Gabriel Gómez de la Torre, es bello, pero largo.

Santiago Gabriel.

Ga, briel.

Qué raro.

Nunca me han llamado así. 

Ese soy yo?

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La serpiente denuncia que uno está pensando demasiado en el pasado o en el futuro. 

Es ahí cuando te muerde.

La que me mordía era pequeña y me dejaba un lastimado, un punto rojo en la mano. 

Pero había otra, terrible y muy cruel, guardándose entre las hojas, en el piso, dentro de la mansión, a la que entré por tentación. 

Trataba de dar el concierto. Para eso necesitaba saltar y como Megaman, rebotar en una pared. 

Las paredes, con papel tapiz mojado, porque el techo estaba caído y roto, con las tejas en el piso, y la losa entre los dos pisos también rota, eran una superficie con algo que me permitía adherirme.

He leído demasiados cómics. 

El mundo de Spiderman, habita en mis sueños.

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En el Ateneo, una vez, casi me muerde una tarántula. Metí un dedo en su guarida y saltó. Grité. El esposo de una de las profesoras, a las que llamábamos tías, vino con un frasco. 

Era el tío Quique. 

La Tarántula se fue para el laboratorio. Estaría en una de las aulas. Sería un objeto científico. La escuela se había pasado a una casa, que debió haberle pertenecido a algún hombre de dinero en los años sesentas. Era de un piso, muy americana. Debió haber tenido parqueado un automóvil largo ahí afuera. Un automóvil de color verde claro y apagado. Ese verde que no dice vida, sino barniz. 

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El deseo cambia con los años. 

En los veintes se desea de una forma distinta a los teens. Teens se refiere a la edad entre el 10 y el 19. No existe término en castellano. 

Los teens son el romanticismo.

Los veintes, lastimosamente, el porno. 

Hasta los años noventas no era así. 

El hermano mayor de mi amigo David se graduó en el año noventa. Podía comprar un ticket de avión y visitar Paris o Madrid, Londres o Berlín. 

Nosotros no conocimos esos lujos. 

A nosotros nos quitaron el mundo y nos dieron una red llena de porno.

Una de mis canciones habla sobre eso.

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A Britney Spears yo le conocí de todos los ángulos. Los paparazzis subían fotos de ella, desde cada rincón, con cada atuendo. Era ya una figura tres de.

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El nuevo Batman es un chico que conocimos por la saga Twilight. Yo solo vi la última entrega. Fui por cultura cinematográfica básica. Era un melodrama. Se puso de moda ese género, de nuevo, al comienzo de este milenio. Era necesario, para equilibrar los excesos de la guerra y el reggaetón.

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A los Cotocollaos les conocemos poco, aunque siguen viviendo aquí. Tienen todo tipo de negocios y son gente de todos los niveles socioeconómicos. Ya no se usa la palabra para denominarnos. Yo nací aquí y nunca he sido un Cotocollao. 

Su aldea fue como la de Asterix y Obelix: más o menos de ese tamaño fue su ayllu. 

Tenían como hacer sus alforjas porque había arena, junto al río. También crecían sigses. Suco en su idioma es el carrizo. 

Yo no se distinguir entre un carrizo y un sigse. 

Lo siento.

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Cuando puse las manos frente a mi cabeza sentí algo inesperado. Por eso fue algo mágico: como un portal.

En mi vida, había logrado, dar un ciclo completo. 

Volver a pisar un mismo momento.

Estaba ahí parado, averiguando sobre una matera y un sorbete de esos de acero, con la yerba. Salían más de cincuenta dólares.

Serían un buen regalo de bodas- pensé.

Mi enamorada de cuando yo tenía quince años y ella trece, se casó la semana pasada.

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Voy a tocar con mi nombre, solo. Mis compañeros no pueden tocar en miércoles. 

El lugar en el que voy a tocar es muy hermoso.

En mi sueño, tenía que saltar por encima de las paredes. Salir de la mansión en ruinas. En la que me había mordido esa serpiente pequeñita. En la que se escondía ese monstruo: la otra serpiente, de color violeta, verde y turquesa. Debía saltar por encima de las paredes. Tenía un concierto que tocar.

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En Brooklyn, me enfermé. Pasé con dolor de garganta durante un mes. Pensé que tenía algo raro. Tuve que hacer magia para descubrir que había filtraciones en la pared. En la noche, sin darme cuenta, la temperatura de mi cuarto bajaba tanto que me enfermaba. Estuve a punto de volverme loco.

Un hombre pequeñito llegó y tapó las filtraciones. Era guatemalteco y hablaba muy poco inglés. Su trabajo era barato, pero tenía poco material y debía distribuirlo con cuidado en los huecos. Habían destapado los bloques para que el departamento fuera del agrado de los hipsters que ahora habitaban barrios como Bedstuy, entre los que estaba yo.

En los veintes el deseo es como el porno y cuando uno se muda a Nueva York, a los veinte y nueve, eso se siente como una soledad helada.

Mi papi estaba enfermo y yo no tenía tiempo para la frialdad del dating life.

Así que viví algo hermoso. Conocí a la Eleonora y fuimos buenos amigos. 

Le acompañé cuando se le reventó un pulmón. Estuve con ella en el hospital.

Esperándole, en la cafetería, el día que le darían el alta, vi un doctor cuarentón con una novia joven.

En Nueva York se hizo visible el mapa del amor en los veintes: ese porno. El del dinero.

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La hermana de mi amigo Pablo se iba a casar. 

Una matera, los sorbetes de acero y la yerba serían un buen regalo de bodas pensé- pero a quién debía dárselo?

La mujer con la pupera pasó junto a mí, y después otra. Otro pupo.

Una pareja miraba libros sobre Batman y Spiderman en la vitrina de Mister Books. Ambos llevaban chaquetas de cuero, pantalones negros y cascos de motocicleta, con el mismo decorado rojo.

Eran esas parejas con estilo que se unen por eso, por estilo.

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Hoy pensé en la serpiente en el parqueadero del hospital. 

Pensé en las esculturas de serpientes en México.

Los mexicanos debieron construirlas para recordar que uno debe estar atento.

Era un razonamiento profundo, intuitivo, que se volvía objeto de culto.

Como el cristianismo.

Recordar que era mejor, cuando nos llevábamos bien. 

Sino la serpiente, podía dejarte una mordida en la mano. 

Un pequeño punto rojo.

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En el almacén de automóviles le muestro a mi madre el coche de color azul, de un tono oscurecido, tostado, bajado la saturación. 

Al subir por junto a los edificios nuevos, minutos más tarde, en el coche de mi papá, le hablo de las cuotas. Hago cálculos. 

Para pagar quinientos mensuales hay que ganar al menos mil quinientos. 

Pero hay que tomar en cuenta que ese barrio todavía no es bueno, porque, más allá de la corrección política, la incorrección higiénica de la feria libre sigue siendo problemática. 

La feria libre funciona sobre un terreno ganado al río: la quebrada que se cubrió. Ese terreno no es muy sólido- pienso. Si construyeran allí algo muy pesado, en un temblor, podría simplemente hundirse.

Arriba en la loma, en Collaloma, sería más seguro, pero hay fábricas. 

Y yo vi a una de esas fábricas incendiarse durante horas, hace unos años. Vivir junto a una fábrica es un riesgo.

Yo he vivido en un conjunto junto a una fábrica desde que nací. 

Dicen que algún día se irán, pero nunca se iban. O al menos, podían pasar allí un siglo entero.

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En el siglo diecinueve, se vivía algo que ahora creo que puedo sentir, como eso de poner las manos cerca de la cara. 

Cuando uno intenta entender algo nuevo, algo que intenta estudiar leyendo, pasa que llega un momento en el que se siente que la información ya no está guardada solamente en la memoria. Se convierte en película mental. Uno está ahí dentro, o puede ponerse ahí dentro y vivir lo que los personajes viven.

En esa película que he armado, en el siglo diecinueve, me imagino que algunas personas consumían café y chocolate, y que cuando lo hacían pensaban que nadie debía decirles, en el futuro, que deberían o no consumir. Eran personas que tenían dinero, quizá no tanto dinero, pero que lo tenían, porque se habían incluido en las actividades nuevas, que se generaron con la industria. 

Ese dinero en el bolsillo les cambió la vida: chocolate, café, banano, panamá hats.

Podían comprar cosas, sexo incluido.

Y el deseo con los años cambia, pasa del romanticismo al cinismo y al romanticismo de nuevo. 

Me imagino que los liberales no querían que un cura les dijera que podían o no consumir. Y también me imagino que un cura católico ya no estaba tan al tanto de la cultura de una metrópoli en la que la potencia era protestante, o anglicana, ya no católica.

Así que alguien deseaba a alguien o algo que no debía desear y se desenfundaban las espadas. 

Así, pasaba que morían hombres y sus hijos quedaban huérfanos.

Como nuestro bisabuelo.

Y sus hijos quedaban pobres, como mi abuelito.

Quedaban obreros.

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La guitarra es una espada, y las guitarras viejas son caras pero sirven más para grabar que para estropear en un concierto. Hay que tenerlas ahí, junto a la compu. Usarlas con cuidado y tener dinero para arreglar todas las cosas que empiezan a fallar. Pasa lo mismo con los amplificadores.

Los excesos del reggaetón, para mí, pasaban por ahí: ya no había instrumentos.

Era un tipo de música práctica que se hacía con la compu.

Ya no había que estar conectado corporalmente con el objeto instrumento, bailar con él. 

Había que hacer un video, un buen video y tener una casa grande y una mujer con pupera alta, que pasara junto a la cámara. Detrás se tenía que poner una pareja muy estilizada con chaquetas de cuero, pantalones negros y junto a ellos, las imágenes de los superhéroes americanos.

Se tenía que decir algo sobre el beat, pegar las palabras en el ritmo.

Se tenía que estar consciente también de que el tiempo estaba pasando rápido y en un año máximo ya no habría reggaetón en ese lugar en el que se mueve el dinero.

La gente seguramente estaría usando las computadoras como tanques o portaviones y haciendo música de igual manera, pero el ritmo ya no iba a ser el mismo.

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Cuando caminaba al consultorio del doctor que me iba a revisar por mi faringitis de varias semanas, en Brooklyn, cerca del Prospect Park, muy cerca, como a cuadra y media de la biblioteca, pasé junto a varias galerías de arte nuevas. Yo hacía fotografías con la Eleonora, que era mi buena amiga, a quien le estaba enseñando a usar una cámara de rollo.

Me sentía uno de esos escritores, que dan clases en Cuny. Me imaginaba que usábamos un brownstone y que teníamos una cocina con un mesón en el medio. Que teníamos unas gradas que subían al segundo piso, haciendo sonidos, crujidos románticos de madera. 

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Era difícil pensar que papá, siendo médico, podía estar pasando por esto.

La suya era una profesión humanista y le motivaba mucho poder cuidar de sus pacientes.

No podía retirarse fácilmente.

Amaba lo que hacía.

Ser médico era algo muy sacrificado.

Cuando yo ya estaba en las aulas, a los dos años, mi papá estaba trabajando afuera de la ciudad. Cerca del lugar en el que en el siglo diecinueve, al bisabuelo de mi mamá podrían haberle matado los liberales. Lo curioso es que mi papá venía de ese otro bando. Su familia tenía un pasado liberal. 

Los médicos tienen que sacrificarse y sus familiares llegamos a extrañarles por esos sacrificios.

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Cuando el tío Quique guardó la tarántula en el frasco, se convirtió en mi héroe.

Lo que pasa es que cuando un señor hace algo así, por un niño, a esas edades, alcanza un lugar mítico en su memoria.

Como a los cinco me llevaron a verle tocar el contrabajo en el Teatro Sucre, con la orquesta Sinfónica.

Desde el palco, al verle, le llamé a gritos: Tío Quique!

Avergonzando mucho a mis padres.

Pienso que soy escritor porque entré tan pronto a las aulas. Aprendí a hablar, muy pronto. 

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La pequeña serpiente en mi sueño me dejaba un punto rojo en la mano. 

Un pequeño punto de sangre inofensivo.

Como el deseo de ser músico.

El tío Quique me había motivado a querer sentirme héroe como él, ahí en ese teatro.

Todo por haberse enfrentado a la tarántula que casi me muerde, cuando jugaba con mi dedo en la puerta de su guarida.

Detrás de mi puerta, en el cuarto que ahora ocupo y que le perteneció a mi hermano, hay un sticker con los superhéroes de Marvel.

Es un sticker que pegó ahí mi sobrino.

Creo que Stan Lee, con sus personajes, les dio a muchos niños, esos tíos Quiques que hacían hazañas y que les inspiraban a perseguir sus sueños.

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Cuando puse las manos, una sobre a otra, de tal forma que cada dedo estuviera en contacto con otro dedo, empezando con el meñique de la izquierda sobre el pulgar de la derecha y sucesivamente, y sentí la energía de aquellas en mi rostro, se abrió un portal.

Recordé.

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Cuando mi padre enfermó, me enfermé dos meses. 

En esos dos meses no pude cantar. 

Mi tiempo en Nueva York se afectó.

Tuve que hacer lo que pude y volver en cuanto tuve que hacerlo.

Empezar de nuevo en Quito.

Han sido diez años muy duros- le dije a mi tía.

Cuando una persona se enferma, toda su familia se enferma.

Pero también se enferma del amor que uno siente, como ese que tiene el médico por sus pacientes.

Eso que nos hace humanos.

El cuidar de los vulnerables.

Y también de uno mismo, cuando es vulnerable.

Habían sido diez años muy duros, pero el once de noviembre tenía un concierto.

Y lo mejor de todo es que, por fin, después de tanto tiempo, al subirme al coche de mi padre, que hoy manejaba yo, me di cuenta de que yo todavía estaba ahí, existiendo en mí.

El Santi, el Suco.



-fin-



Santiago Soto

19 de Octubre de 2021

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