El amor de los jóvenes es sagrado

Cuando entré a la universidad, tenía una gran ilusión: conseguir una novia con quien pudiera vivir mi sexualidad. Venía de un colegio semi-militar en el que la presencia de las mujeres era mínima. La academia se había vuelto mixta cuando entré a la secundaria y la razón de hombres a mujeres era algo así como de veinte y cinco a uno si se tomaba en cuenta que solamente primer grado y primer curso se volvieron mixtos, para de ahí avanzar en el cambio sucesivamente.

Esto hacía que las relaciones de género dentro de la academia fueran bastante tensas. De primero a sexto curso me pasé compitiendo con una gran cantidad de chicos que, como yo, querían tener una vida romántica. Algo muy importante en la vida de cualquier ser humano.

La universidad, por otro lado, ofrecía un panorama aparentemente más normal. Guambras que inauguraban el siglo veinte y uno, nos pensábamos lejanos de las taras sociales del pasado. Las luchas de los jóvenes de otras épocas por afianzar su libertad, parecían haber dejado el camino libre para que nosotros, los universitarios de los dosmiles, pudiéramos vivir nuestra belleza con libertad.

Esto no era cierto.

En el contexto de la crisis de finales de los noventas, que en realidad fue crítica solamente para ciertos sectores de la sociedad (para otros fue muy provechosa), la clase media vivía una paranoia que ahora entiendo, estaba relacionada con ese continuo desmantelamiento de sus ilusiones, que había sucedido, así como la prosperidad de los años setentas, se extinguía en medio de la incertidumbre sobre el rol de nuestro país en un mundo cada vez más dependiente de las voluntades de las grandes empresas.

Así, la universidad, pronto descubrí, era un territorio de otro tipo de divisiones y principalmente de una: el acceso al capital.

La sexualidad, el amor, el romance, en nuestra universidad, estaban atravesados por las expectativas económicas de las familias de las que veníamos. En un área específica de nuestro campus, se reunían los estudiantes mejor vestidos para exhibirse y hacer vida social. Desde esa plataforma se estructuraban las relaciones amistosas, amorosas y productivas de los guambras que veían en la universidad, la promesa de un futuro asegurado. Algo que en muchas de nuestras familias, se veía cada vez con menos claridad, así como el país se sumergía en la anarquía.

En ese terreno, abundan los prejuicios. Uno de esos, era que todos los alumnos de colegios externos a un cierto círculo de instituciones, veníamos con lo que los guambras más acomodados, llamaban complejos.

Nosotros, los alumnos de clase media, veníamos con nuestros complejos, a empañar la imagen de su alegría, su felicidad, su seguridad y su belleza.

Por otro lado, y gracias a las bondades del alma humana, muchas veces estas divisiones se desvanecían, en medio del trato personal, de las amistades que surgían de forma espontánea y que no podían quedarse encerradas en los corrales del "clasismo de papá". Así, conocí a mis mejores amigos, y junto con ellos pudimos disfrutar de una especie de utopía que duró durante esa cortísima etapa de nuestras vidas.

Pese a este grupo de amigos que funcionaba como mi soporte emocional, el amor me seguía siendo esquivo. Yo estaba enamorado de una chica que venía de uno de los colegios más caros de la ciudad. No era una chica despampanante, ni mucho menos. Era una chica normal, con un tic, que hizo que yo venza mis miedos, porque pensé que ese tic, en realidad era su deseo de guiñarme el ojo, como una señal, como una esperanza.

Su tic, terminó siendo una jugarreta cochina del destino, porque gracias a ese gesto incontrolable de su cara, me hice su amigo, y hasta le pedí su teléfono. Tuve mucha paciencia y dejé que los años pasaran, para que esa tensión de clase que existía entre nosotros pudiera desvanecerse, al menos momentáneamente, cuando encontrábamos la forma de compartir algunas palabras.

En algún momento llegué a entender que ser su amigo iba a ser quizá lo máximo que pudiera lograr. Estaba dispuesto a dejar que mis intensiones románticas pasaran a segundo plano. Estaba decidido a aceptar esa condición impuesta por las billeteras de nuestros progenitores, para que esa empatía romántica que sentía, sustentara al menos una amistad universitaria.

Sin embargo, ni siquiera esto, me fue posible alcanzar.

Todavía recuerdo muy claramente el día, en el que, a la salida de la universidad, las amigas de esta chica, reunidas tomando cerveza y comiendo salchipapas en el parqueadero que quedaba frente a la entrada, se reían de mí mientras una de ellas, la que tenía la mirada más perturbada me señalaba con el dedo. Ese día entendí que nunca iba a poder ser amigo de la Carolina. Que mis ilusiones juveniles no estaban más allá del odio con el que les habían criado a esas chicas, entrenadas para defender los cinco metros de lujos en los que querían eternizarse.

Marx all the way- diría el papa.

Años más tarde me encontré con una de esas chicas, en la discoteca alternativa a la que yo empecé a ir porque era la única a la que me dejaban entrar con mis zapatos de no-tengo-para-comprarme-unas-botas-aniñadas y a la que muchos aniñados terminaron yendo porque se puso de moda ser alternativo. Lo cual fue algo magnífico para el dueño de este bar, que terminó convirtiéndose repentinamente en el maestro de ceremonias de un colectivo bastante complicado por las tensiones económicas que seguían construyendo un sistema de castas informal.

Me acerqué a esta chica, con la confianza mínima que puede permitir el haberla visto todas las semanas durante cuatro años de la vida y le pregunté por la Carolina. Como tantas veces le había visto a otra gente preguntar por amigos en común, sin necesidad de que eso significara estar intentando un avance amoroso formal.

Con unos ojos llenos de indignación, con la viada que le daba el querer quedar bien con las mujeres que le rodeaban, en un tono insoportablemente clasista me dijo:

Ya se casó!

Como si casarse fuera algo tan terrible que había que estarlo anunciando de la misma forma que si le hubiera atropellado un camello cojo porque el chofer andaba borracho.

Confirmaba con esto mi intuición de la incompatibilidad que se había generado entre esos bandos que los amantes de la segregación se habían afanado tanto en colocar.

El odio se había sembrado en el corazón de mi generación, antes de que lográsemos madurar lo suficiente para entender que ese tipo de divisiones solo tienen un destino fatal.

Pronto vino la revolución ciudadana y el esquema económico que a tanta gente le prometió ese estatus inamovible se metió en la licuadora. Diez años después, todavía quedan rastros de esas intolerancias, pero están esparcidos en un mapa económico mucho más complejo.

En la actualidad, el país y en general, el mundo, vive un tiempo de mucha incertidumbre. Algunas valiosas lecciones del pasado parecen estar desapareciendo, entre las ambiciones de control totalitario que ciertas fuerzas pretenden estructurar. Los humanos ya no aparecemos tan claramente representados por la carta universal de nuestros derechos. La diplomacia se ha convertido en un territorio en el que insultar se le escapa a un funcionario que supuestamente debería estar entrenado para no soltar la lengua demás.

En este panorama, es de gran urgencia que como individuos nos preocupemos de fomentar los valores que nos permitan regresar a una forma más humana de comunidad. Necesitamos rescatar los principios de empatía, de respeto y de solidaridad.

Pienso en estas chicas que creían que refregándonos su clasismo en la cara estarían protegidas de la incertidumbre que viene normalmente con la vida. Pienso en la forma en la que deben estar intentando hacerse a la idea de que las matemáticas sociales no sirven para acaparar la capacidad que tiene nuestro corazón de abrazar la vulnerabilidad de los demás, para fortalecerse, para ser más capaces de afrontar las épocas de vacas flacas.

Con el fin del período de grandes precios de los commodities, se vienen tiempos muy duros, en los que como ecuatorianos vamos a tener que depender de los demás para poder articular cadenas productivas que nos salven del hambre a todos, como sociedad.

El capítulo que se viene es uno que va a poner a prueba nuestros valores. Es un capítulo en el que vamos a tener que volvernos más capaces de desmantelar las rejas con las que nos hemos aislado y que pueden terminar atrapándonos en nuestra propia ignorancia.





Santiago Soto
10/26/17

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