Cinismo, no thank you

Ayer fui a visitar a uno de esos pocos amigos que he logrado mantener a través de las diferentes etapas de la vida. Fui a visitarle a él y a su familia. Vive con su mujer y sus dos guaguas. Como adulto, el poder compartir una tarde con la familia de un amigo es un privilegio que me hace sentir muy agradecido y del que aprendo mucho.

Nuestra amistad empezó en una banda. Yo escribía las letras y cantaba. Mis amigos componían las canciones en sus guitarras, en las inmediaciones de un rock alternativo que ya estaba despojándose definitivamente del heavy (algo así como el nacimiento del indie). En nuestras canciones, utilicé las imágenes que poblaban mi mente de universitario en tiempos de crisis. Hablaba de la falta de ilusiones, de la escasez de oportunidades. Consideraba que éramos la generación del no-futuro.

Una de las canciones se llamaba La Calle y su letra decía así:
“Desde que los vecinos se fueron de aquí nos quedamos tú y yo solos, pero juntos y es así como nuestra historia tiene que seguir. Como cuando éramos niños viviendo para sentir lo que es vivir en el barrio, lo que es pasar los años, creciendo entre el cemento y el aburrimiento. La calle no es más un lugar para andar. Las luces de atrás se apagan sin hablar.”

Ayer, durante la visita, en su departamento repleto de vida, me di cuenta que esa familia  bonita, ese ambiente humano, era justamente lo que yo no alcanzaba a imaginar cuando hace un poco más de diez años pensaba en el futuro y escribía mis primeras canciones.

La letra de La Calle tiene relevancia en esta reflexión (y esto es algo que requirió más que solamente el pasar de los años) porque es una canción que describe un momento específico que viví en el conjunto en el que todavía está la casa dieciocho, la casa de mi familia, la casa que lograron construir mis padres con esfuerzo e ilusión (esta última es clave).

El momento es este:

La Calle sucede en el escenario de los efectos de la dolarización y el feriado, en el que el valor de las cuotas que las familias tenían que pagar por sus casas se redujo a cantidades ínfimas por el desplome del valor del sucre, lo que no necesariamente significó algo favorable a largo plazo. Con la reducción del valor de las cuotas, también vino la reducción del valor de las casas y esto fue sucedido por un proceso de migración de las familias de los niños que crecimos juntos. Esto rompió la experiencia de comunidad y el sentido de bienestar del que gozamos durante muchos años. 
Es así como el escenario de mis alegrías infantiles, en el frenesí del cambio que para algunos fue crisis y para otros fortuna, se convirtió en un símbolo de la destrucción de nuestro hogar extendido, de nuestro conjunto, de nuestro barrio, de nuestro lugar en una ciudad cada vez más deforme.

Algo pasó en estos diez años que cambió el destino que mis letras no alcanzaban a contener. Algo que está relacionado con el renacimiento de la ilusión de formar un hogar. 

Estoy hablando de la necesidad que tenemos los seres humanos de tener un hogar.

Como esto se relaciona con la forma en la que mi generación se enfrenta a las decisiones que se requieren para poder tener un hogar, para poder formar una familia, para poder sostener el compromiso que significa adquirir una casa (ese escenario en el que tus niños forman su sentido de bienestar, su relación con la comunidad, con la ciudad) es motivo de otro texto, de otros análisis. 
Sin embargo, quiero dejarles con la idea de que en el ciclo de la historia de este lugar, así como en algunos momentos parece que las ilusiones mueren definitivamente; renacen. Así como hay momentos en el que el cinismo florece; desaparece.

Cinismo, no thank you. Not for now anyways.






Santiago 


2016/01/04

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