Esta Calle Bipolar

La calle de mi casa cuenta la historia del encuentro de mi ciudad con mi pueblo. Es una calle que tiene dos nombres, uno que viene desde el norte, el de algún hombre célebre cuyos logros desaparecieron con el tiempo; y otro, que le pertenece a un pueblo perdido en el sur de nuestro oriente.

Mi calle es además la historia de una década, aunque abre puertecitas hacia capítulos posteriores de nuestra historia. Es una calle que está atada al crecimiento del la ciudad en los setentas, a su abundancia, a la llegada de la modernidad. 

Es así como las casas con las que uno se encuentra, cuando empieza a recorrer esta calle (que tiene apenas unas seis cuadras) son los primos menos diseñados de algunas mansiones, con losas rectas y grandes patios laterales. 

Frente a estas se encuentran algunos talleres mecánicos precarios, desde los cuales, habitantes más cercanos al pueblo que a la ciudad, se relacionan con Quito, desde ese desdén que se origina de la exclusión, de los límites del estatus de la clase media. 

Si uno sigue avanzando empieza a notar, por los colores y los materiales con los que están hechos las casas, que hay familias que bien podrían haberse posado en sectores mucho más decorosos de la ciudad; y otras, que exhiben su identidad pueblerina con un orgullo fosforescente.

Como ventanas que apuntan hacia otros momentos de la historia de nuestra sociedad, hay construcciones de décadas posteriores y mucho menos prósperas. Esas décadas en las que yo crecí, las décadas de crisis. Pequeñas casas que se acurrucan una junto a otra y frente a las cuales, los perros callejeros devoraban fundas gordas y negras, convirtiendo las esquinas en basurales. 

Está la cuadra que tuvo que ser reconstruída, después del accidente de aviación, que arrojó por los suelos el valor de las propiedades. 

Hay también un par de casas inconclusas que intentan terminar de ser construídas, a lo largo de varias décadas, como sueños intermitentes que se niegan a perecer. Un par de casas con diseños muy modernos pero recursos limitados y que, con el pasar de los años, van incorporando las aspiraciones que esas familias llegan a adquirir. 

En esa identidad binaria, medio de ciudad y medio de pueblo, mi calle permite que conviva la lógica industrial del algunas construcciones en serie, con algunas soluciones vernáculas de la arquitectura que diseñaba casonas familiares. Hay condominios, pero también grandes edificaciones en las que convive una familia grande con todas sus extensiones. 

Hacia el final de esta calle se encuentra mi casa, o mejor dicho, el conjunto de casas en el que vivo, justo después de la esquina en la que empieza a llamársele por su segundo nombre. Es la cola de esta historia setentera y sus ingredientes posteriores. Es un pedazo de calle en la que además de las viviendas aparece un fábrica que forma parte del ímpetu modernizador del Ecuador industrial que nunca terminó de cuajar. Está también el edificio que una familia, después de años de esfuerzo, y unos pocos menos de diseño, logró levantar.

Yo vivo en un conjunto que a veces se siente como una utopía, otras, como una colonia judía ortodoxa de Brooklyn, una burbuja de diseño chileno pegada a una calle medio quiteña y medio cotocollaoense. Por años pasé por esta calle ignorando la historia que me contaba, atrapado en la neurósis del caminante de una urbe de millones de habitantes. 

Hasta que un día levanté la mirada y empecé a encontrar, en las fachadas de estas construcciones anónimas, una parte importante de mi identidad. Una identidad de la que siento orgullo y la que me ha hecho reencontrarme con mi raíz, mi tronco, mis ramas más deformes, pero también con mis flores. 

Soy un habitante medio de ciudad y medio de pueblo, vivo en la Pedro Muñoz o en la Gualaquiza. En esta calle, cada uno decide.



Santiago 

12/07/2015

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