Haz lo que es correcto

Hace tres años regresé de la escuela de cine con el deseo de poder contar la historia de mi barrio de la misma forma que Spike Lee contó la historia de Bed-Stuy (donde estuve viviendo por un tiempo) en su película Do The Right Thing. Para esto, hice de Cotocollao mi base de operaciones y durante este tiempo, a través del texto y la fotografía intenté familiarizarme tanto con este lugar  (en el que nací y crecí) que pudiera plasmarlo con claridad en un guión.

Hasta ayer en la tarde, que salí para aprovechar la luz de las cinco, con la cámara de mi robot, esa historia seguía disuelta. El Norte, Cotocollao, La Ofelia, La Delicia, La Rumiñahui, todos esos nombres se perdían en la imagen de la ciudad que se desparrama sobre las montañas, en la masa que le arrebata la identidad a cualquiera, en el miedo que me causa el sentirme perdido en este lugar recóndito, periférico, remoto, invisible para el establishment.

Sin embargo, en la noche pasó algo mágico.

Como es costumbre, desde hace unos veinte años, mis padres se reunieron con su grupo de amigos para conversar con el pretexto de la novena. Después de tantos años, el rito ha sido repasado tantas veces, que su contacto, ya como individuos, como parejas, como adultos, privilegia la familiaridad y el cariño por encima de la formalidad y la frases fabricadas en el manual de la buena familia.

Mientras los observaba, ya sin los hijos presentes, con los años y su sabiduría, me di cuenta que este grupo de viejos amigos, son los protagonistas de esta historia.

Este es un grupo de amigos que se conoció en los ochentas, cuando el promedio de edad entre ellos eran los treinta. Provenientes de distintos rincones del país, estas parejas con guaguas, encontraron en un modesto conjunto de clase media un lugar en el que podían sembrar una amistad que perduraría hasta sus años dorados. Lograron esquivar las trampas del estatus, supieron sortear los peligros de la crisis, estuvieron presentes, con la suficiente cercanía, pero también con la suficiente distancia, en la vida de los otros, aprendiendo de los otros, entregándose con una confianza que es muy difícil de imaginar en estos días.

Me gusta esta historia porque vivimos en una sociedad hiper competitiva y la cultura de la imagen hace que sea cada vez más difícil tener una noción del poder del tiempo, de lo que el tiempo le hace a nuestros sentimientos, a nuestra voluntad por conectar con el otro. Vivimos también en un mundo hiper conectado y este nivel de interacción con los robots y las máquinas hace que el concierto de identidades que forman el Ecuador sea considerado una mera coincidencia. No nos damos cuenta de todo lo que compartimos, de todo lo que podemos crear (y necesitamos crear) para poder sobrevivir en esta ciudad saturada de mensajes aspiracionales. Mensajes que nos impiden construir comunidades con las cuales disfrutar y reírnos cuando ya estemos grandes y las preocupaciones materiales ya no sean las más importantes.






Santiago Soto
12/17/2015

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