Hoy entendí, que no vivo en La Ofelia

Hoy entendí, finalmente, que no vivo en La Ofelia. Encontré un mapa. Lo encontré en una esquina imposible, casi, de encontrar. Lo encontré en la calle, instalado junto a un terreno baldío. Justo en esa esquina en la que estaba parado, en el mapa, alguien había colocado un disco de 45 con la inscripción DANIWONE escrito con la tipografía del graffitti neoyorkino de los ochentas. En ese mapa pude entender el territorio ofeliano, las cuadras que configuran una especie de reloj de arena dibujado con líneas rectas. Este barrio, cuyo nombre se utiliza para restarle capital social a la gente que vive en él, es mucho más pequeño de lo que se piensa. Es apenas una franja de unas cuatro cuadras de ancho que baja desde la Galo Plaza hasta la Diego Vásquez de Cepeda. Este barrio, que según cuentan sus moradores, fue el regalo que les dejaron los terratenientes a los trabajadores de la hacienda que decidieron lotizar, en ese fervor monetarista de los setentas, se acuesta en una pendiente muy pronunciada. Al igual que San Juan, en el centro, es uno de esos barrios que requieren de un buen par de piernas para trepar.

Sorprendentemente, La Ofelia, un sábado de diciembre a las cinco de la tarde, es un barrio tranquilo. Claro, hay que tener cuidado con alguno que otro perro que camina por ahí. Las mañas de los peatones de este sector, incluyen el ser previsivo. La gente, en las tardes, llegado el fin de semana, se dedica a jugar el deporte nacional que por cierto no es el fútbol sino el volley. Las guambras, salen a lucirse en la Real Audiencia. Mientras observo las parejas de adolescentes caminando, no puedo evitar recordar lo despiadada que era mi novia de esas épocas.

Las casas, como es de esperarse, son pequeñas. Algunas son diminutas. Empezando por las más pequeñas, hay algunas que no tienen casi jardín o patio frontal, lo que obviamente significa que prescinden de parqueadero. Hay otras, especialmente en la Bellavista, en las que hay que hacer un ejercicio mental complicado para descifrar la manera en la que sus habitantes logran parquear un par de carros. En la Bellavista, de nuevo, hay las que son quizá, las casas más viejas del barrio. Son casas de la primera mitad del siglo veinte, casas que le pertenecen al momento en el que La Ofelia no existía como barrio, sino como una de las extensiones del territorio aledaño al pueblo de Cotocollao. Como queriendo hacer que la gente recuerde la importancia de esa identidad, se pueden leer graffittis que, haciendo uso de la jerga urbana, están impresos en algunos puntos del sector.

El privilegio que tiene La Ofelia, igual que muchos otros barrios asentados en este tipo de geografía, es el tipo de vista que permite su pendiente, lo que puede ser aprovechado, aún desde casas pequeñas, dada la escasa cantidad de edificios altos. Así, desde una esquina cualquiera, uno puede sorprenderse sin esperarlo al observar que el horizonte se parece a esas imagenes que Christopher Nolan nos planteó en su intrincada Inception.

Como ya les he contado, tengo la idea de contar una historia que suceda en este sector y gracias a un ejercicio de observación, le he perdido el recelo a esta parte de la ciudad, tan menospreciada, gracias a recordar que en sus cuadras de anonimato, existen comunidades como la mía, grupos de familias que han tejido amistades que se han extendido por décadas y que nos protegen del vacío que causa el compararse con las promesas de éxito que todos los días nos son ofrecidas.

Así que fui a comprar Palo Alto, de Gia Coppola, no tanto porque me crea una especie de James Franco, sino porque el facebook me recordó que una gringuita con la que solía salir, vive en ese pueblo, lo que me hizo ganas de decir: si lo hizo Gia, porque no lo voy a hacer yo, no me importa tanto que mi viejo no se llame Francis, ni Ford.



Santiago Soto
18/12/2015

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