El Culto a la Cultura (segunda parte)

Por ahí del 88, en Ecuador se emitieron nuevas monedas. Los ochentas habían sido una década desastroza, en la que el chuchaqui del endeudamiento setentero nos había partido el presupuesto nacional.

En ese contexto, la moneda de cincuenta, tan pesada como una roca, se convirtió en un ícono que me permitía, como niño, medir los costos de las golosinas. Así fue como, visitando la farmacia del barrio, empezó mi consciencia del funcionamiento económico de las cosas.

A la idea de costo, le acompañó la inquietud por la procedencia. Goloso como siempre he sido, quería saber de dónde venía toda esa comida azucarada que me metía en la panza.

Quienes nacimos a partir de los ochentas, vivimos una infancia en la que la presencia de los productos nacionales ya era más bien la excepción, en lugar de la regla. Muchísimos de los productos que consumimos como niños eran importados. Así que cuando me madrugué que casi todas las cosas que me gustaban, incluyendo los juguetes y los programas de la televisión se hacían en otros países, tuve mi primera crisis de identidad.

Ya en la universidad, recuerdo que un profesor de economía bastante optimista, decía que la manufactura era reemplazada por las industrias de servicios, así como la tecnología hacía innecesarios muchos de los trabajos y las fábricas. Nuestro profesor vivía parcialmente en el Miami anterior a la crisis del 2008 y por eso era entendible su optimismo. En esos años la globalización todavía iba viento en popa. Para mi profesor hubiera sido inimaginable la realidad que vivimos ahora, en la cual, en los propios Estados Unidos, los candidatos de uno y otro bando se comprometían a traer de regreso las fábricas.

Aunque parezca que esta es una conversación primordialmente económica, a mí me parece que el problema de la globalización como modelo no se puede resolver con fórmulas matemáticas. Precisamente, porque el lenguaje de la economía, las matemáticas, es un lenguaje que tiene muchos problemas para entenderse con la cultura popular.

Qué es lo que se pierde entre el lenguaje de la economía y el de la cultura? Qué significa la manufactura para el ser humano más allá de la lógica industrial? Qué tan importante es para nosotros como individuos y para nuestra comunidad, el sentirnos útiles modificando materias primas con las manos? Qué rol tienen estos oficios en escenarios sociales caóticos, en los que se rompe la cadena de distribución productiva de la economía?

Las artes, me han permitido tener una experiencia cercana a la parte de mi humanidad que se dibuja cuando produzco piezas que involucran diferentes niveles de desarrollo tecnológico. El arte, como oficio, es una actividad que hace que me sienta valioso, útil, que me da autoestima. Además, el arte es un vehículo muy versátil que puede adaptarse a la sensibilidad cambiante de mi entorno, de mi comunidad.

En los setentas, en Quito se produjo un movimiento de las capas tectónicas cuando la bienal de la Casa de la Cultura dirigida por Benjamín Carrión que se enfocaba en una corriente indigenista, fue reemplazada por una versión distinta del arte y la cultura: su forma contemporánea.

Quito como identidad, nos deja muy poco espacio a los artistas que vivimos afuera de sus fronteras sutiles. Desde los extramuros de sus circuitos culturales, esa forma contemporánea nos resulta inconexa, desarticulada.

En esta parte de la ciudad, uno se siente a la deriva, de la misma forma que muchas de las personas en otros países, que sienten que no entran en las promesas de la cultura global.
Es posible otro movimiento de las capas tectónicas de la cultura en esta ciudad? Van a tener alguna repercusión en nuestra visión de las artes los cambios de rostro que están afectando a la globalización?

Desde Cotocollao, se siente que sí, que la única forma de seguir surfeando, es encontrar de nuevo las olas.




Santiago Soto
11/24/2016

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