La belleza del hombre ecuatoriano

Me parece interesante el debate que se ha suscitado a partir de una nota en la que una chica venezolana da su opinión sobre nuestra belleza masculina ecuatoriana.

Me parece interesante porque el tema de la belleza es algo que, en cierta forma, es necesario tratar en nuestra cultura. Además, el tema de la belleza masculina ecuatoriana es casi un tabú.

La capacidad que tengamos de definir nuestra belleza va a depender de cuánto nos conozcamos a nosotros mismos, como hombres, como ecuatorianos. Esto tiene relación con la idea del mestizaje y de una manera incómoda con los ideales supremacistas blancos, también presentes en nuestras latitudes.

Como performer, he tenido que llegar a mis propias conclusiones con respecto a los arquetipos físicos masculinos con los que me comparo cuando me subo a un escenario. Esto pese a que mi práctica escénica es limitada justamente por el escaso interés que existe en la imagen de un hombre ecuatoriano.

El lenguaje de las imágenes nos ha marginado y en cierta forma nosotros hemos hecho que esa marginación prolifere.

Se ha hablado con bastante frecuencia de nuestro mestizaje. De la idea de que genéticamente estamos compuestos por el encuentro de varios pueblos. Hablamos de mestizaje, pero profundizamos poco en ello. Preferimos colocarlo como un pie de página para inmediatamente pasar a otro canal. Uno en el que seguimos consumiendo imágenes fabricadas para un público que se reconoce como occidental y como blanco.

A mí me tomó un par de experiencias desagradables el darme cuenta de la necesidad de valorarme en mis propios términos. En mi familia, desde que tengo memoria, siempre he sido el suco. Suco hace referencia a que durante algunos años de mi infancia tuve el cabello muy rubio.

Por años, mi blancura y esa noción de rubio me sirvió porque me hizo sentir distinto. A la vez, muchas veces me sentí más cercano a los personajes de las historias que leía o veía en las pantallas, porque dentro de mi contexto podía identificarme con esa identidad tan ampliamente difundida, del hombre occidental y blanco.

Casi todos los productos culturales que estaban a mi disposición estaban fabricados para celebrar la identidad del hombre occidental y blanco. Esa identidad se convierte en una especie de zapato que te distancia de la realidad, una realidad que en el Ecuador, pero también en una gran parte del mundo está poblada por personas que no caben en esos esquemas físicos.

Gracias a los viajes, pero también a mi oficio de artista pude ser más crítico con respecto a esa noción tan profundamente aceptada en la cultura mainstream en los tiempos de la globalización. Con un enfoque crítico pude entender que la identidad de hombre occidental y blanco estaba relacionada con la necesidad que existió en un determinado momento histórico de construir esa unidad. Esa unidad servía para aplacar las diferencias entre varios pueblos que se enfrentaron continuamente a lo largo de los siglos.

El hombre occidental y blanco, héroe de tantas historias con las que me crié, era una construcción, tanto como la de los personajes fantásticos que aparecían en estas historias, de vez en cuando.

Ahí es cuando se me hace necesario y útil volver al tema del mestizaje. Plantearme de nuevo entender lo que está pasando en términos estéticos y de imagen en nuestro escenario más cercano.

Dentro de nuestro país pude rastrear diferentes imaginarios. Es delicado señalarlos en tanto estos imaginarios representan visiones que muchas veces hacen de menos el valor de personas que se sitúan en grupos diferentes al que creemos pertenecernos. El racismo o la discriminación sucede en varias direcciones y funciona de maneras distintas según el contexto.

Pese a esto, me pareció algo muy positivo el encontrarme con que en nuestro país, a diferencia de lo que pude percibir en otros lugares, hay una cierta naturalidad frente a la diversidad particular que nos constituye. Debajo de varias capas de violencia, pude encontrar algunos elementos que me permitieron creer que en nuestro país, el proceso de construcción de nuestra identidad es algo único.

Me refiero a que las diferentes identidades que aparecen representadas en la diversidad de nuestros rasgos, son entendidas de forma normal en la cotidianidad, pese a que desde afuera, el mundo nos pasa proponiendo una división estricta entre blancos, negros, indios, asiáticos y así sucesivamente sin dejar mucha posibilidad a pensar en un hombre nuevo, un hombre que ya no puede ser definido en esos términos.

Esto me llevó a pensar que el hombre nuevo latinoamericano del que escuchaba hablar a los mayores en sus conversaciones ideológicas y políticas cuando era un muchacho, no tenía que ver con la llegada de una u otra ideología, sino que era algo que ya estaba sucediendo en nuestros cuerpos.

Así, pude entender que no necesitaba buscar mi identidad en una pertenencia al imaginario del hombre blanco, ni al del indio, al del negro o al del asiático. Empecé a entender la posibilidad de acercar mi identidad y también mi propia apreciación de mi belleza (una parte del autoestima tiene un componente físico) con la idea de lo americano y en forma particular con aquella de lo ecuatoriano.

Me reconocí, cerca de mis treinta años, finalmente como un hombre ecuatoriano.

Sin embargo, esto es algo que aún no está difundido ampliamente y que trae consigo algunos problemas filosóficos. Yo no creo que tenemos un problema de identidad. Creo que la estamos construyendo.

Y la identidad, como la ropa, te puede ayudar a verte mejor, pero tienes que usar la talla adecuada para tu cuerpo.





Santiago Soto
09/13/17

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