Penes pequeñitos y desastres ecológicos (solo uno de estos es un mito)

Ayer, regresando del Cinemark en un taxi, conversaba con el chofer sobre temas de la ciudad. Yo le decía que me parecía que nuestra ciudad era fea; que nos habíamos dedicado a hacerla crecer sin cuidado; que no habían muchos espacios en los que diera gusto pasear. El chofer me decía que a la gente del país sí le gusta la ciudad; que la gente por eso venía. Él mismo había venido a la ciudad a perseguir un mejor futuro.

Esta mañana, desafiando los consejos de mi dermatóloga, salí a trotar pasadas las horas seguras de contacto con el sol. Es decir, antes de las ocho de la mañana. Una de las razones por las que me gusta salir al parque Bicentenario es que mis ojos pueden observar durante un buen tiempo, el horizonte. Mis ojos se cansan de estar viendo siempre pantallas, papeles, mesas, paredes.

Cuando éramos niños, e íbamos al colegio, ubicado en la zona de colegios cerca de Solca, desde la 6 de diciembre podíamos observar la nube café amarillenta de smog posada sobre el centro de la ciudad. Se hablaba de los niños de las escuelas del centro, con plomo en la sangre, por la contaminación. Acá en el norte nos sentíamos alejados de esa nube de muerte.

Ahora eso ha cambiado. Mientras trotaba en sentido sur norte, desde el extremo del parque, de regreso a Cotocollao, veía esa misma nube café amarillenta, sobre los barrios noroccidentales. Estos barrios crecieron mucho desde mis tiempos colegiales. Ahora son una loma de cemento que me recuerda a las fotos que veo de Sao Paulo o de México. El ozono está abajo, sufriendo una reacción química que afecta las vías respiratorias. Pienso en los consejos de mi dermatóloga y ahora entiendo que una mañana deportiva tiene que convertirse de ahora en adelante, en una madrugada deportiva.

El sol de Quito nos está matando.

El señor que conducía el taxi, mientras tanto, se sentía contento de estar en la ciudad. Hablamos por un momento de la gran cantidad de parqueaderos (tres mil) que tiene el Quicentro Sur. Aprovechó para quejarse de que las venezolanas hubieran sugerido que los hombres ecuatorianos tenemos el pene pequeñito. En sus palabras encontré una mezcla de nacionalismo e ingenuidad que me hizo acuerdo a mi mismo.

Cuando Correa anunció su proyecto de dejar el petróleo bajo tierra en el Yasuní, planteó una negociación en la cuál, nosotros obtuviéramos una compensación de los países desarrollados, a cambio del aire que nuestra selva le provee al mundo. Cuando ellos no respondieron, Correa decidió explotar el Yasuní argumentando que se necesitaban recursos para seguir proveyendo de escuelas a los pueblos pequeños del oriente y así redistribuir las oportunidades entre los ecuatorianos. De una forma cruel, ese momento coincidió con una baja en los precios del petróleo y la venta del mismo no le significó un ingreso al país. El destino le jugó una mala pasada a un presidente que hasta ese momento gozaba del apoyo de los jóvenes y de los intelectuales.

Con esa nube café amarillenta blandiendo como un sable sobre nuestras cabezas, empiezo a entender que Correa no entendía muy bien el problema ambiental. Entiendo que se dejó llevar por una visión marxista que le impidió darse cuenta de factores que están más allá de la lucha de clases. Entiendo porqué los jóvenes y los intelectuales le abandonaron.

Un amigo, ayer, me recordaba que la política está metida en todo y que pese a eso uno puede seguir apoyando formas de movilidad que no hipotequen nuestro futuro inmediato. Yo caí en cuenta ayer, que mi familia es responsable de 8 autos que circulan por las calles de este país, en nuestro camino de clase media apegado a las leyes del mercado.

Como no podemos mandar sobre los responsables de que las compañías de buses dejen de contaminar y de dar mal servicio, lo que le hace un gran favor a los vendedores de autos, yo le decía que necesitamos hacer más vida de barrio.

Cuando una persona llega a Quito en búsqueda de un mejor futuro, a la final, no llega a formar parte de la ciudad, en realidad, termina formando parte de una pequeña ciudad que es su barrio. Si logramos transmitir ese mensaje, quizá podemos contrarrestar un poco la fantasía publicitaria que existe sobre la belleza de las grandes ciudades. En realidad muchas grandes ciudades, más que bellezas, son desastres ecológicos.

Esto además transmite una lección importante para cada ser humano. Porque el destino de su vida no puede depender solamente de las decisiones de los grandes capitalistas o de los políticos. El destino de su vida; de la de su familia y de la de su pequeña ciudad va a depender de que no siga contaminando.






Santiago Soto
09/29/17

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