En Defensa de los Romances Interculturales

Hace pocos días me encontré con un amiga de la universidad afuera de una discoteca. Rebeca, como le vamos a llamar en este texto, es una artista, como casi todas mis amigas de la universidad: una universidad aniñada. Rebeca es el prospecto de buena pelada, es de mi talla, es guapa, inteligente, pilas (que no es lo mismo), talentosa y en general, una buena persona. Yo venía acompañado de un amigo poeta, que estaba interesado en entrar a la discoteca. Saludé con Rebeca de una forma muy atenta, nos dimos un buen abrazo y en seguida le felicité por una tira cómica que muestra, de vez en cuando, en línea. Entre sus acompañantes, un grupo de varones vestidos con tutús como Rebeca (estaban disfrazados para una fiesta de Halloween, post Halloween) reconocí a otro ex-compañero de la universidad, al que también saludé atentamente y con quien cruzamos un par de palabras sobre nuestra saudade del laboratorio de fotografía. De repente, de la discoteca salió un rubia treintona como nosotros, que en su tiempo debe haber sido de las más guapas del curso del colegio privado en el que haya estudiado. Supuse entre ellos, Rebeca, sus amigos y la rubia alguna conexión colegial. 

La discoteca afuera de la que estábamos parados tiene una línea de negocios que sigue funcionando pese a los altibajos que afectan a la zona de los bares en Quito. Se centra en el mercado de los estudiantes internacionales y en todos los fervorosos quiteños que se pelean por tener acceso a lo más cercano que existe en la zona a un meat market. Entre ellos, claro, estaban los amigos de Rebeca. Mi amigo poeta y yo, conocemos de historias de amores interculturales, tantas, que estábamos en esa esquina precisamente por que él tenía ganas de entrar a la discoteca. Siendo entonces el secreto a voces que un grupo de quiteños parados afuera de ese bar (con o sin Rebeca y la rubia) tenía relación con esa añoranza de encontrar en un romance intercultural algo que la patria no nos entrega, tuvimos que romper el silencio y lanzar un par de ideas con Rebeca.

Ella fue la que empezó, bueno, quizá fui yo cuando, por hacerme el alhaja, insinué al grupo de amigos de Rebeca algo con respecto al carácter amoroso de la discoteca. Sin embargo, fue Rebeca la que se tomó este tema de manera personal y aprovechó la oportunidad para refregarme en la cara el hecho de que en la universidad yo tuviera varias novias extranjeras. Aquí tengo que volver a mencionar que Rebeca es un caso idílico de novia quiteña. Idílico, hasta que uno se topa con ese tipo de ideas. Para Rebeca, como para la mayoría de mis amigas universitarias artísticas, el hecho de que un quiteño consiga en el extranjero lo que la patria no le entrega, es como mínimo, un signo de debilidad. Eso fue lo que pude intuir en el reclamo de Rebeca. 

Es entonces necesario que yo cuente mi propia historia. Trataré de ser lo más conciso posible. 

Yo nunca pensé que me iba a enamorar de una extranjera. Lo hice, la primera vez, en parte impulsado por la total imposibilidad que tenía de enganchar (hook up) con una compañera de la universidad. Corrijo: con ella, o con cualquiera de las compañeras de la universidad que me gustaban. Además, nunca pensé que me iba a enamorar de la primera extrajera de la que me enamoré. Sin embargo, sucedió, y sucedió de una manera natural, cómoda y sana. Ella y yo nos encontramos físicamente mientras realizábamos una de esas dinámicas corporales que se hacen en una clase de actuación cualquiera. Más exactamente, mientras replicábamos uno de esos ejercicios, ya fuera del contexto de la universidad en la casa de una compañera, también actriz, con un grupo de amigos con los que nos juntábamos a ejercer nuestra pasión performática. Sin darme cuenta me encontré con la mano de esta mujer, con su rostro, con sus labios y aunque nunca tuvimos sexo, dormimos juntos como si nos hubiésemos buscado toda la vida. Como muchas de estas historias, la mía terminó de una manera abrupta y trágica, cuando se hizo infranqueable la distancia geográfica que pronto nos separaría. 

Para Rebeca, y muchas de mis otras compañeras artísticas de la universidad, esta escena, seguramente sucedió dentro de una orgía.

El celo con el que nos protegen nuestras mujeres es equivalente a la convicción con la que nos ignoran. Aparte de Rebeca, y de forma más cercana a mis afectos, en la universidad, antes de enamorarme de aquella extranjera o de aquella compañera de mi clase de actuación que nunca me paró bola (se casó con un cubano), estuve muy pendiente de una compañera que venía del colegio más caro (o casi el más caro) de la ciudad, a la que en este texto llamaremos Marisa. Menciono este detalle porque el grupo de estudiantes que venían de ese colegio se distinguía del resto puesto que la universidad y aquel colegio eran en cierta forma una misma institución, dividida. Ellos estaban más cercanos a la estructura institucional de la universidad y nosotros, el resto, sentíamos que ingresábamos sin contar, del todo, con el beneficio de la duda. 

Fue tan tajante este criterio, que nunca pude sortear las incomodidades que aparecían cada vez que intenté cruzar las relaciones personales que conectaban a los ex-alumnos del mencionado colegio. Recuerdo claramente cuando un grupo de compañeras de Marisa se reía a carcajadas al verme pasar frente a ellas, cuando ya se supo que yo intentaba hacerme el levante de una de ellas. Años más tarde, otra de esas chicas, en el contexto de una discoteca, aprovechó para aclararme de nuevo esa distancia infranqueable cuando intenté preguntarle sobre Marisa. 

Este es un texto sobre esas distancias infranqueables. 

Los amigos de Rebeca, quizá más cercanos que yo a esos círculos sociales, mi amigo poeta, y todos cuantos alguna vez hemos pensado en entrar a la discoteca gringuera, compartimos, así no queramos, una decepción que nace en el seno de nuestro concierto social. Ese ámbito en el que se supone que, a estas alturas, debería ser posible el amor libre, es decir, el amor que sucede naturalmente y que va más allá de las complicaciones jerárquicas que determinan la vida de quienes ocupamos esta ciudad. Sin embargo, en base a mi experiencia universitaria puedo asegurar que nos encontrábamos en un escenario más cercano al de Romeo y Julieta que al de Jules y Jim. 

Años más tarde y después de haber vivido todos los sinsabores del desamor, uno empieza a ser capaz de abordar estos temas de manera más directa. Aprovechando que una de las amigas de Marisa es una colega a la que aprecio mucho y con quien compartimos el gusto por hacer música, pude pedirle que me diera su versión de las razones que se encontraban detrás de esas distancias infranqueables que separaban a estudiantes como yo, de los cariños de aquellas chicas. Su respuesta fue tajante: era un asunto económico.

Aquí es cuando se hace necesario entender un poco el contexto en el que vivió mi generación, éstas historias de amor: trataré de ser lo más conciso posible.

Hace un poco más de diez años el Ecuador estaba experimentando el fin de una etapa. Voy a resumir sus criterios al máximo y voy a viajar un poquito lejos en el tiempo, solo para poder hacerme de un par de términos que me ayudan a dibujar los diferentes colectivos o identidades que en aquel momento colisionaban. Aquí voy: así como Eloy Alfaro desplazó para siempre a los Conservadores del poder, de la misma manera, Velasco Ibarra, desplazó para siempre a los Liberales. Más allá de las afinidades que tengamos con cualquiera de estos grupos (y suponiendo que estoy escribiendo para un público al que le interesa más el amor que la política), en resumidísimas cuentas, el siglo veinte vio degenerarse a un proceso en el que estos tres bandos conspiraron en su pugna. Esto terminó con el país viviendo un tiempo particularmente inestable justamente cuando el fin del siglo se aproximaba y para cuando yo llegué a la universidad, estas tensiones atravesaban también las relaciones amorosas entre los jóvenes. Esto quiere decir que las distancias infranqueables a las que me refiero, eran infranqueables, precisamente, por la incapacidad que teníamos algunos de reconocer los bandos en los que los otros nos colocaban (las cajas en las que nos colocaban). Dicho de otra forma, se me hacía imposible entender cual era la perspectiva desde la cual Marisa o hasta Rebeca, me juzgaban.

Volvamos a la escena que sucedía afuera de la discoteca.

Cuando la rubia se unió al grupo, vino con la noticia de que el bar les podía hacer un descuento. Para ese momento yo ya había pactado con Rebeca el que nos dejara unirnos a su grupo, para así poder entrar a esta discoteca, famosa por la intolerancia de sus bouncers para con los varones solteros de clase media. Impulsada por un espíritu que desconozco, cuando la rubia se enteró de que nosotros nos habíamos arrimado al grupo, aprovechó para refregarme en la cara que conmigo no era la cosa, es decir que mi amigo poeta y yo, para ella, no podíamos ser parte del grupo, que teníamos que despegarnos de la conversa. Para ella solo tuve un gesto, me di la vuelta y me fui, sin despedirme de Rebeca.

Aquí es cuando uno empieza a entender el sentido de la frase "encontrar en un romance intercultural algo que la patria no nos entrega".

A mí se me acabó la paciencia. En algún momento de mi vida universitaria me di cuenta que era más ético seguirle a mi corazón que a la capacidad que tenía mi inteligencia de desenmarañar los códigos con los que funcionaba la sexualidad de los grupos de poder colisionando en el contexto de una universidad aniñada. Pronto, después de aquella compañera de la clase de actuación conocí al amor de mi vida. Una chica de Wisconsin que reunía todas las cualidades para ser mi pareja ideal. Me parecía muy atractiva su combinación de frescura e irreverencia, su capacidad de reírse de sí misma, la resistencia que tenía hacia los roles específicos de género, la forma en la que se vestía, sus gestos, su compasión, la forma que tenía de ser artística sin declararse artista. Había en esta chica de Wisconsin una capacidad para entender el amor de la forma más real, de la forma más sincera. 

Desde aquel tiempo ya pasaron más de diez años. Y en todos estos años, nunca logré conocer a alguien como ella. Nuestra historia también terminó trágicamente, debido a la distancia que siempre aleja a los amantes que pertenecen a diferentes culturas. Tuve la oportunidad de estar allá (en su allá) con ella, de ver su medio, de entender que ella era otra persona cuando hablaba en su idioma. Estuvimos aquí y estuvimos allá, vivimos juntos y soñamos con la posibilidad de tener hijos. Finalmente tuve que darme cuenta que todavía estábamos demasiado jóvenes como para poder asumir la responsabilidad de formar una familia y aquel romance, aunque vive presente, en mi presente, pasó de ser el amor de mi vida, a convertirse en la historia de cómo me convertí en un adulto, algo que me tomó muchos años después de que la relación se terminara, pero en los que fui asimilando poco a poco las enseñanzas que esa experiencia me dejó. 

Y eso, eso es lo que importa de las historias de amor juvenil, de amor intercultural, de amantes que pueden ejercer sus sentimientos más allá del contexto político o económico en el que forzósamente se nos coloca.









Santiago Soto
11/25/2014

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