Mil Novecientos Noventa y Siete (cuento)

Si uno se fija en el álbum de fotos de mi familia, se dará cuenta que el rito de soplar las velas frente a la cámara, en mi caso, se detiene cuando cumplí catorce años. Para mil novecientos noventa y siete, el ambiente de mi casa y del conjunto en el que vivíamos ya había cambiado. Cuando nos enteramos de que el hijo mayor de nuestros amigos de al frente se iba a casar con una chica evangélica mi madre intuyó que algo estaba cambiando. El muchacho en cuestión era más bien guapo, y blanco, bien blanco. Sus hermanas eran mis amigas y sus padres, amigos de los míos. Cuando no había almuerzo en mi casa, había en la de ellos. La clase media se sentía como un colchón del que nadie se podía caer sin que antes erupcionara un volcán o apareciera Godzilla para devorar a la mitad del pueblo. 

Yo acababa de descubrir que no saber dar besos franceses le podía costar a uno el puesto. De mi curso ya se habían ido todos quienes tenían padres que estuvieran demasiado bien o demasiado mal como para mantener a sus hijos en el colegio. Cada familia vivía, desde su perspectiva el trajinar de la Ciudad de Quito y empezaba a hacer cálculos para superar los retos que se acumulaban en los saldos de sus tarjetas de crédito. De repente ya no bastaba con ser quiteño, con conocer los nombres de todas las calles del centro, o hasta con poderse manejar con astucia escogiendo la línea de bus que se necesitaba cuando no se tenía carro. Los centros comerciales habían empezado a mostrar sus colmillos y la muerte de los viejos cines empezaba a decirnos que para ser guapo se iba a tener que tener un poco más de suerte que el resto.

Esta no era la historia de todos los habitantes de Quito. En aquellos días, también habían quienes encontraban oportunidades comerciales que les permitían ya no solo soñar con superar las fronteras del país. La globalización brillaba como nunca en nuestros televisores y se inauguraron algunos nuevos y más caros colegios. Al igual que el matrimonio del mayor de los Samaniego con una chica evangélica significaba que el Condominio Los Rosales había perdido algo de su caché, lo que realmente nos preocupaba era lo lejos que nos estábamos yendo de quienes podían construirse casas en El Condado y dejar a la buena de dios lo que pasara detrás de las paredes de su urbanización. Uno empezaba a sentir ese recelo de entrar a esas casas en las que el piso era tan nuevo y tan brillante, que aún el más estudioso de la clase tendría que cerciorarse de que su presencia no fuera a significar un insulto al lujo.

Cada familia vivía desde su perspectiva la deuda que le recordaba que tenía que encontrar una mejor manera de manejar sus tarjetas de crédito. Los abogados, los médicos y los ingenieros empezaron a quedarse sin trabajo. Ya no habían fórmulas para el éxito, sino nuevas fórmulas, nuevos descubrimientos matemáticos que facilitarían, solo a los más entendidos, la forma de acumular dinero. El colegio intentaba contratar un experto de márketing. Las palas y las boinas ya no servían para transmitir la idea de que los niños estaban en un lugar seguro. La chica con la que se iba a casar el hijo mayor de los Samaniego no solo era evangelista, sino que también estaba embarazada y el chico recién acababa de salir del colegio. Eso sí, de un buen colegio.








Santiago Soto
11/28/2014

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