La vida, en un billete de veinte dólares (crónica)




He estado reflexionando todo el día sobre algo que considero relevante, pero solo después de leer una nota, al final de la jornada, sobre George Floyd, me he animado a compartirles mis pensamientos. Como siempre, espero ser lo más conciso.

En el año 2010, mi amigo catalán Dan Costa, a quien yo había conocido en el 2007 gracias al programa IAESTE en Polonia, vino a visitarme en Filadelfia. Dan estaba escribiendo para una guía de viajes sobre su recorrido por los Estados Unidos. Dan es fotógrafo y también escritor.

En Filadelfia, aquella ocasión, sucedió algo que yo sé los he compartido varías veces por esta vía. Una noche, salimos a los bares a conocer chicas. Fue una noche fatídica. Fuimos expulsados con amenaza de que nos iban a partir la cara, del primer lugar. Habíamos estado sentados junto a una mesa donde había unas chicas. Nosotros estábamos hablando en español sobre intentar hacernos amigos de ellas. Lo que causó un efecto muy negativo y por lo que llamaron a un mesero, que en seguida nos pidió educadamente que nos largáramos, si no queríamos que la cosa se pusiera fea.

Era un lugar posh, es decir fashion y yo pensé- vaya, debe ser por la onda de lugar, con la gente vestida bastante nice, por lo que nosotros, más bien hipsters, fuimos rechazados con tal contundencia. Los hombres en ese lugar eran más metrosexuales, que hipsters barbados.

Así que decidí intentar corregir nuestra aventura llevando a Dan a otro lugar de la ciudad, en el que paraban los hipsters: la gente alternativa. Donde según yo, la onda de machos golpeadores no sería la regla. Lo cual fue un terrible error de apreciación mía.

Le llevé a un bar de cerveza artesanal, al que yo había ido ya varias veces a pasar algunas veladas. Tenía una barra abajo, donde la gente conversaba y un cuarto arriba, donde se bailaba. Era una casa que seguía viéndose como una casa, adaptada para recibir a un crowd de hipsters y demás habitantes de Filadelfia y de Camden, que quedaba al otro lado del río.

Estuvimos conversando, de nuevo, en castellano, tomando unas cervezas, cuando decidí salir a fumar un cigarrillo. Para mi sorpresa, afuera, fui abordado por un gringo chiquito, como de mi talla, que tenía una actitud muy agresiva. El tipo, tenía un mensaje que darme: me dijo nigger, me puso un billete de veinte dólares en el pecho y señaló a la ventana, donde sus cuatro amigos nos observaban. Habían escogido al más pequeño del grupo, para darme el mensaje. Me dijo que si no nos largábamos en ese mismo momento, básicamente nos iban a linchar.

Dan salió y cuando se acercó a mí, le dije que teníamos que marcharnos, tomamos un taxi que pagamos con los veinte dólares que me había dado el gringo omoto.

Vuelvo a contarles esta escena de mi vida, esta vez motivado porque a George Floyd, le asesinaron los policías, por un billete de veinte dólares.

Filadelfia, yo sabía, era una ciudad ruda y la policía tenía un rol predilecto para parte de su población. Era una ciudad en la que no era fácil ser negro, pero tampoco, ser latino.

De hecho, como mi universidad era tradicionalmente una institución de gran cercanía con la población afroamericana, en sus alrededores, ya me había yo relacionado una vez con un hombre negro, que al verme entrenando en el parque me había ofrecido algunos consejos sobre realizar flexiones en la barra. Recuerdo que él asumió que yo era un trabajador latino inmigrante, que como muchos pasaba grandes dificultades y que entrenaba para defenderme de los abusos.

La condición de no ser blanco, en los Estados Unidos, particularmente a través de la escena del tipo que me dijo nigger y me puso el billete de veinte dólares en el pecho, se hizo muy vívida en mi consciencia, con respecto al lugar que yo podría haber ocupado en esa sociedad, de haberme quedado allí.

Sin embargo, yo quería añadir en esta reflexión que estoy haciendo, un colofón conectado a otro espacio del que yo había salido, en el cual yo también había sentido ese mismo tipo de fricciones.

Me refiero a Quito.

En los años noventas, en Quito, como adolescentes, nosotros nos buscábamos en las fiestas, afuera de la plaza, tratando de descifrar nuestro lugar en la sociedad. Yo tenía mi enamorada y no nos fue bien.

Parte de lo que aprendí en esos años fue que yo no era blanco.

Así de simple.

Porque en Quito también había un sentido excluyente, que se hacía presente, cuando como adolescente, te buscabas en esos espacios, en los que se ejercían los afectos y los atractivos. Estaba la plaza, durante las fiestas, a la que muchos de nosotros nunca entrábamos, y durante el año estaba el Cinemark, hacia donde también gravitábamos.

El caso de la pista, en la Carolina, también fue uno de los escenarios de mi adolescencia. El que ofrecía más respeto a la diversidad. Desde el cual, mis amigos y yo, nos encaminamos hacia la movida de los conciertos alternativos.

Mi adolescencia, en Quito, en esos años de mis primeros amores, también fue un tiempo en el que vi como se alineaban los grupos alrededor de identidades. En un juego, en el que, en ese Quito, afloró un sentimiento de predilección y legitimación de la idea de ser blanco, realmente blanco, como una forma de acceso.

He llegado a usar esa palabra, acceso, en parte porque me recuerda a llegar a un bar en la González Suarez y que no te dejaran entrar, pero también de forma más general, para referirme a todo tipo de accesos que categorías de identidad, dentro de la sociedad quiteña podían garantizar.

Yo había encaminado mi vida hacia migrar, tan temprano como cuando cumplí 16, coincidiendo con la oportunidad que tuve de viajar a Inglaterra, ese verano, pero ahora me doy cuenta, también motivado porque ese año de mi adolescencia fue particularmente desagradable en relación al sentirme totalmente fuera de lugar, en Quito, y particularmente, en mi colegio, donde había un comportamiento gangster de grupos que usaban esos sentidos de identidad, que ahora reconozco tenían algo de supremacistas, en un enfrentamiento continuo que había en la ciudad por símbolos y territorios.

Aunque no era algo de lo que se hablaba abiertamente, en Quito, en los noventas, había tensiones acumuladas, muy destructivas que afectaban la vida de los adolescentes.

Cuando me encontré con que en Estados Unidos, esa realidad era similar, entendí algo con respecto a vivir en Quito.

Y esto es lo que les quería transmitir.

Vivimos en una sociedad, en donde ese sentido de acceso, se convierte en un chantaje que invita a la gente a evadir su identidad, para tratar de asimilarse a un grupo hegemónico que controla la posibilidad que tenemos de superarnos materialmente, en la vida.

Es como un juego de espejos, como ese de los parques de diversiones, en los que se intenta encontrar uno que produzca una imagen que nos haga ver, más altos, más delgados y más blancos, para podernos sentir más aceptados.

Ese juego de evasión de la identidad propia, no es algo que se admite abiertamente, pero que de muy jóvenes aprendemos que está ahí, sobre todo entremezclado en el romance y las posibilidades de validación que ofrece el sentido de encontrar pareja.

En esos tontódromos de la adolescencia se aprende sobre jerarquías sociales que afectan el devenir de los jóvenes.

Lo que aprendí cuando ese gringo omoto me puso ese billete de veinte dólares en el pecho, fue que tenía que regresar a Quito y abandonar el juego de los espejos. Que debía aprender sobre mis abuelos y sobre mi barrio. Una vez aquí, me alejé de muchas de mis relaciones sociales; de mis amigos de farra. Me dediqué a trotar y regresando a ver hacia los barrios de arriba, pensé que allí encontraría una enamorada a la que no le alejara la idea de que yo vivía cerca de la Ofelia.

También me había dado cuenta, en mi tiempo estudiando mi maestría en cine en Filadelfia y después en Nueva York, que ser artista no era solamente aprender a dominar una técnica, sino también, dominar un mensaje que se obtenía apropiándome de mis experiencias de vida: decodificando las apariencias del pacto social en el que funcionaba.

Así logré aprender muchas cosas que no sabía, de Quito y que fueron desarmando ese juego de los espejos.

A George Floyd le mataron por veinte dólares. Yo creo que si no nos subíamos en ese taxi, mi amigo Dan me hubiera dejado durmiendo en la cama de un hospital.

Las tensiones que hemos visto explotar por el caso de George nos recuerdan que todavía hay mucho por hacer, para poder hablar de una convivencia basada en el respeto.

Estos son tiempos en los que las condiciones de vida, de todos, aún los mejor ubicados, se están viendo severamente afectadas.

Son tiempos en los que la solidaridad es un requerimiento de la supervivencia.

Pero nunca puede haber solidaridad si no se reconoce el respeto, que debe haber, por la vida de cada uno de nosotros.

Santiago Soto
10 de Junio de 2020

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