Aprendiendo a ser minoría (cuento)

En el gemido de los perros, en el sudor de sus hocicos entendí otra vez que puedo entender a un perro. Lo mismo me pasó con las personas que hacían sus cosas en la calle. No así, con el tipo del local de celulares. A ese le guardaba mi desprecio, sin saberlo, entre mis sinsabores. Los robots no sabían doblar bien la ropa. Lo hacían de forma desordenada, no les importaba dejar pliegues. Eran seres más prácticos. Lo bello de ver una pila de ropa doblada por un robot es que se veía tan dura. 

En todo este universo de posibles iguales, cuando en aquella época, abundaban las dudas ya que no se sabía cuantos robots habían sido introducidos en la sociedad por el mercado o los controles gubernamentales, yo me sentía más solo que nunca, igual a nadie. Mi familia estaba perdida desde hace meses en el vacío de las legalidades en la metrópoli. Desde lejos yo escuchaba que mis amigos triunfaban haciendo lo que más les gustaba. A mí se me había permitido, sin decírmelo, pero empujado por el acuerdo social, escribir estos artículos. 

A ella es a la única a la que le confiaba mi vida. A ella que no estaba o que nunca estuvo, porque la conocí antes de la explosión de la inteligencia artificial. Ella que vivía más lejos de nuestros emails. Hoy quería preguntarle que como estaba, pero no me animé porque no puedo hostigarla más con estos tiempos sobrecogedores. 

Cuando me quedé sin ella comprendí que teníamos que aprender a ser minoría. Que nuestras repúblicas de una persona de alto y una de ancho nunca me bastarían y por eso teníamos que celebrar el amor como yo celebraba el amor que tenía por Claire, desde hace más de diez años, aunque solo pasara con ella los primeros dos, seguía celebrando mi emoción de necesitar a nadie más que a ella, a nada más que a ella, o mejor dicho que alegrar a nadie más que a ella, que cumplir, con nadie más que ella.






Santiago Soto
12/11/14

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