Masculinidad y Periferia

En 2005 trabajé durante un semestre ayudando a un amigo a editar un docu-ficción construído en base a una veintena de cintas que él había grabado en Sao Paulo con la idea de construir la obra que le permitiese mostrar su talento como cineasta. Mi amigo se encontraba en California (donde yo hacía un año de intercambio gracias a una beca) trabajando en una fábrica de chips para computadoras. Su oficio verdadero había sido el de patinar profesionalmente skateboard. Había llegado a los Estados Unidos con un auspicio que cubría parte de sus gastos y como tenía que competir con muchachos locales que tenían a sus padres para respaldarlos, tuvo pronto que dejar de patinar y encontrar un trabajo con el cual sustentar su permanencia ilegal en USA.

Mi amigo era un tipo que se aproximaba a la treintena, ya habían pasado algunos años desde que había dejado de patinar, pero su cuerpo seguía manteniendo el mismo control de sus fibras. Se había logrado asociar a un grupo de capoeira en donde su progreso fue rápido gracias a que la danza-lucha le permitía lidiar con su angustia. Mi amigo estaba soltero y se debatía entre las pasiones que despertaba su cuerpo atlético y la posibilidad de que flirtear con una de las estudiantes le pudiera costar su ticket adelantado a casa. Yo había encontrado en ese mismo grupo de capoeira el mismo tratamiento para mi angustia, después de haber sido rechazado por la familia de una gringa con la que me quería casar. 

La película fue muy difícil de armar. Mi amigo había aprendido a manejar la cámara haciendo videos de skate y tenía la idea de mostrar la vida de un habitante de la periferia de Sao Paulo, en un traslado que este hacía desde su barrio hasta el centro de la ciudad, donde se encuentra una conocida rueda de capoeira. El escenario final era entonces la Plaza de la República. Su paso debía permitirnos entender las cuatro castas que conformaban la ciudad más económicamente activa del gigante de sudamérica: la favela, la periferia, la clase media y el downtown donde se encontraban los rascacielos y según mi amigo, la gente más poderosa.

El loggear (revisar y catalogar) las cintas fue lo que más tiempo nos tomó. Tuvimos que encontrar un esquema para estructurar la narración en base a escenas que él había dirigido con actores improvisados representando situaciones del día a día. No había un argumento escrito, solo situaciones, impresionantemente realistas, como la de una batalla entre pandillas en un parque y la consecuente llegada de la policía (lo cual no había sido preparado por la producción). Lo que tenía mi amigo para sustentar su narración era un grupo de canciones cuyas letras narraban algo que hacía referencia a lo que sucedía y ampliaban el debate hacia el gran drama que envolvía a la nación brasileña.

Colocamos las canciones como pega entre las uniones de este mediometraje que era mucho más ambicioso que cualquier proyecto que hubiera visto en la universidad, tanto en California, como en Quito. La música parecía calzar perfectamente para el tono del docu-ficción, a ratos como si estuviera compuesta para musicalizar el paso del personaje principal, interpretado por mi amigo (hacía la función de director-actor), por callejones, autopistas, rieles del tren, veredas, parques, subterráneos, la plaza y el ascensor de uno de los edificios del centro de la ciudad.

El ejercicio de acompañar a mi amigo a construir la obra que debía ayudarle a recuperar un membrete atractivo en la sociedad, el de cineasta, después de haber perdido el de skater profesional, inscribió en mí la noción de que en ese gran mercado en el que todos servimos, el membrete puede ser confundido con la persona. Mi amigo estaba buscando el sueño americano partiendo desde el punto en el que se había acabado su sueño brasileño. La película era un mapa de su descontento, un mapa trazado con pericia y precisión que no dejaba oportunidad para dudar porque él había salido de una ciudad en la que gozaba de la legalidad, para pasar a ser el trabajador de una fábrica de chips que tenía que escabullirse de los controles migratorios en base a la práctica de un autocontrol que iba más allá de mis concepciones de la masculinidad. Mi amigo vivía su soltería como el membrete que le permitía la mínima cantidad de libertad necesaria para sobrevivir en un medio en el que el más ligero desliz le podía costar el tener que enfrentarse con el que desde el comienzo nunca tuviera oportunidad. Había nacido atrapado entre dos placas tectónicas que no terminaron de acomodarse: su talento y su nacionalidad.







Santiago Soto
12/10/14

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