El Tiempo Perdido (cuento)

Era increíble pensar que esas personas habían podido disfrutar del centro. Si uno hacía cuentas, esas personas vivieron en las casas de sus familias aristocráticas y formaron algunos recuerdos de un orden que ahora nos resulta imposible de considerar, o al menos así era en los noventas en los que decir el centro era equivalente a decir el centro comercial. Esas personas ahora me intentan hacer recordar sus experiencias en esas calles. Me parece atrevido de su parte, plantearnos la cosa así de simple, la cosa fue mucho más compleja, fue mucho más dolorosa. Nunca he sido partidario de la nostalgia fácil, así que me aparto, pero me han dejado pensando. Algo debe estar pasando.

Después de varios años, comprendí que yo también tenía una conexión con el centro, pese a haber venido de otra ciudad, pese a haber crecido en otra ciudad. Cuando llegué, claro, no había otro lugar que el centro. El centro era todo. No puedo decir que me sentía a gusto allí, la gente, esa gente era bastante difícil. Como habían sido aristócratas estaban acostumbrados a otro tipo de trato. De mi padre aprendí la cortesía, pero también el respeto por uno mismo. Nunca pude entender que rechazaran la comida del mar. Pese a eso, me di cuenta que yo también tenía una conexión con el centro. 

Cuando me atrapó la muerte, me encontraba por fin disfrutando de un nuevo momento de la sociedad quiteña. La ciudad se abrió frente a mi ventana, aquella de la casa que construí para mi segunda mujer. Se llenó, la ciudad, de gente como uno, gente buena. Esa gente no quería otra cosa que encontrar una oportunidad de vivir el estilo de vida americano, o la versión latinoamericana de ese estilo de vida. Qué carajos, la política es traicionera, qué hago yo hablando del sueño americano si es que rara vez he tenido la oportunidad de ver lo que sucede ahí. Nos fuimos de viaje hace unos veinte años, o mejor dicho, unos veinte años antes de que me atrapara la muerte.

Con el tiempo también pude ver como esa ciudad que se abría, se cerró abruptamente, para aquel entonces yo ya estaba muerto. Vi los barrios de mis hijos perder el entusiasmo de su creación. Repruebo la forma en la que vivieron. Con la ciudad estancada en lo que parecían ser nuestros propios límites, a mí se me ocurrió echarle la culpa a los gringos y a los rusos, a ambos. Nunca entendí por completo la Guerra Fría, no me interesaban esos pleitos. Cuando me encontró la muerte la Guerra Fría seguía viva, ahora que ya estoy muerto ya ni me acuerdo de cuando se acabó. Desde la ventana de la casa que le construí a mi segunda esposa, con su propio dinero, siento la pala mecánica entusiasmada con enterrarme por fin. Mi segunda esposa también murió ya. Ella no se quedó a contemplar el destino de la ciudad, en su lugar, le mandó el mensaje telepático a nuestros herederos, para que se deshicieran de lo poco que logré construir. Mi consciencia ya no es la de antes, me desvanezco y aparezco meses después en un lugar distinto de la historia de Quito. Me mareo.

Estoy listo para recuperar el tiempo perdido.










Santiago Soto
12/21/14

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