Milagro (cuento)

No hubo mejor argumento que la quema de calorías para convencerla de que el sexo se debía practicar por fuera de las reglas estrictas de su madre. No había forma de triunfar en esta vida con kilos demás y Cristina estaba apurada por asegurar el camino hacia el concejo estudiantil de su colegio, el más exclusivo de la urbe. Empezó con su primo Jonás. A él, desde niño, le había gustado guardar secretos, como ese de que le gustaban los hombres tanto como las mujeres. Convencer a Jonás, le demoró varios meses. Con él, Cristina se dio cuenta de que los hombres estaban hechos de una materia inestable. Fueron más veces las que Jonás lloró por la confusión que le costaba acostarse con alguien que no tenía ningún compromiso con él. 

Así pasaron los años. Cristina pasó por la universidad como un cohete. Todos supieron apreciar la distancia que tomaba con las posiciones irracionales de los adultos. La sagacidad que tenía para situar sus principios en cosas relevantes. Lo poco que le importó quedarse viviendo en la casa de sus padres para poder seguir estudiando mientras sus amigos se dedicaban a sus trabajos de oficina. Cristina fue pescando cada una de las oportunidades de engrandecer sus principios, de ampliarlos hacia zonas grises para la mirada tan binaria de su madre. Finalmente creyó haber conquistado el problema esencial de la sociedad: el amor de pareja. Trotando una tarde se dio cuenta que el amor que había sentido por Jonás, ese que era imposible de ejecutar de forma abierta en la sociedad, seguía intacto después de todos esos años. 

Jonás se encontraba vagabundeando como lo hacían los músicos en ese tiempo. Entre ensayo y ensayo buscaba refugiarse en algún proyecto que involucrara su otra habilidad: la contaduría. En el medio artístico hacían falta tipos como él, dispuestos a cuadrar las propuestas. Esto le hizo particularmente popular dentro de un círculo artístico que creía ciegamente en el emprendimiento, como si fuera una facultad de administración o economía. Era un grupo de gente sin ideología, estetas, casi todos, admiradores de compositores clásicos y pintores renacentistas, había quien tenía el gusto desarrollado por los idiomas orientales. Todos eran nerds, incluyendo Jonás.

Cristina llegó a la puerta con un anuncio, quería hablar con sus tíos. No fue del todo fácil conseguir esa cita con la señora Chavela y don Hernán, a quienes veía casi exclusivamente durante la época de la novena. Los hizo sentar en la sala de aquel apartamento situado en las faldas del Pichincha y describió cada uno de los actos sexuales que había practicado con Jonás en ese mismo sillón que ellos ocupaban. Esto no era nada nuevo en la familia de Cristina, como todos sus primos tenían personalidades sólidas y egos afilados, aseveraciones como aquellas se habían hecho en ese mismo apartamento, aproximadamente cada dos años. Un día eran los derechos de los animales, otro los derechos de la naturaleza, había quien se declaró una satanista convencida (la tía Teresa), las múltiples veces que uno de los familiares amenazó con unirse al ejército, cualquiera que fuere. La verdad es que sus tíos escucharon la descripción de Cristina con ternura, ellos mismos practicaban barbaridades bastante más salidas de tono de lo que ella parecía haber cubierto con su hijo en esos tiempos púberes.

Cuando Cristina y Jonás conversaban en el cuarto, después de aquel momento dilatado con sus tíos, ella se preguntaba si es que en estos tiempos existía algo parecido a un dote. Algo que podría ofrecerles a los padres de Jonás para que le dejaran casarse con él, ser una pareja normal, que pudiera manifestar sus afectos como todas las demás, esos que habían mantenido vivos durante tantos años, sin necesidad de exclusividades. Jonás tuvo una idea: si algo unía a sus padres, los más liberales del ala Iturralde, era su amor por la fotografía. Si es que Cristina y Jonás lograban tomar una fotografía que expresara la pureza del amor que sentían, quizá sus padres estarían dispuestos a enfrentar al resto de la familia para defender el cariño que tan anacrónicamente se había gestado entre sus filas.

Así comenzó el reto por encontrar la foto perfecta, la manera adecuada de representar la libertad que necesitaban estos jóvenes. Estuvieron meses paseando juntos por los parque y las plazas, las calles, las avenidas y los centros comerciales. Tomaron fotos de parejas, de animales, de paisajes, del sol cuando llueve, de la lluvia cuando cae la noche, de los postes, de los perros callejeros, de bebés llorando de alegría, hasta tenían una foto de un pichirilo idéntico al de Mujica, siendo conducido por un tipo idéntico a él. Ninguna de estas fotografías les convencía, pasaron por su etapa de selfies.

Trotando, una tarde, Cristina se concentró en desear que cada una de sus células expresaran el amor que tenía por ese primo segundo con el que se acostaba desde los doce. Empezó por la cabeza, los ojos, las mejillas, todos esos besos que había recibido durante sus quince años de romance. Pasó por la garganta, iluminó todos sus chacras, se concentró en sus infecciones en las vías urinarias, dejó que su emoción bajara por la aorta, subiera por el fémur, reposara en su deltoides y de repente, lo vio. Vio suceder el milagro: un montón de pájaros levantándose de los árboles. Lo único que tenía a la mano era el dispositivo con el que escuchaba música y que por suerte contaba con una cámara que ya no se comparaba con las que traían los últimos celulares.

La foto es un relajo, el movimiento no ayuda y los pájaros se ven como partículas de polvo impregnadas en el lente- le dijo Jonás. No importa- recitó Cristina- no hay nada que convenza más a un Iturralde que un milagro y un milagro es lo que esto es.









Santiago Soto
12/12/14

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