Mi profesor de literatura

(remembranza)

Cuando llegamos al tercer curso, empezamos, si mal no recuerdo, a tener clases de literatura. Sonaba como algo muy importante, como cuando en primero empezamos a tener clase de geografía, o de anatomía.

No solo en nuestro colegio, una academia (para algunos las academias eran algo malo, para otros, algo bueno), sino en todo el sistema educativo, con excepción de pestalozzis y otros espacios alternativos, el Ecuador se encontraba empecinado por formar ingenieros.

La clase media languidecía de ingresos y se necesitaba que más chicos que tenían la suerte de ir a un colegio, adquirieran suficiente familiaridad con los números, como para revivir a la decrépita maquinita de hacer billetes, que había sido nuestra industria petrolera, que bajo el mando de los militares y el lema de que todos éramos mestizos, había logrado hacer de Quito una ciudad llena de conjuntos habitacionales, en la que ni el sistema de salud, ni el de educación públicas, daban abasto para tantos guaguas nacidos en la época de la esperanza de haber arribado a ese país que sacaba la cabeza de las aguas del tercer mundismo.

Quizá por esto, una clase como la de literatura, resultaba aún más llamativa que las de matemáticas en las que ya empezábamos a ver esas formas tan abstractas del pensamiento, en las que la cabeza no servía para imaginar que aparatitos como este, iban a hacer que esos algoritmos que aprendíamos a dibujar, sirvieran para que hombres tan codiciosos como Mark Zuckerberg, se pudieran comprar media África.

La clase de literatura era un territorio especial, con la presencia engominada de un hombre mestizo, alto y de abundante cabellera, cuya juventud le hacía deslizar el ojo, con miedo, por las siluetas de alguna compañera.

En ese tiempo, este maestro que nos acompañaría por varios años, era un enamorado de Rubén Darío y nos metió tanto la métrica en la cabeza, que uno salía rapero aunque no tuviera ni la más mínima intensión de ponerle flow a esta vida.

Lo de Rubén Darío resultaba canzón y también demasiado matemático, así que el profesor decidió incluir en la lista de libros que leer, algunas obras juveniles con toques hollywoodenses, y hasta una novela medio erótica escrita por un colega.

La historia típica de que la clase de literatura alejaba a los jóvenes de la misma, no solo de esa que se lee, sino de esa que se escribe, se cumplía casi, a puño y letra. Mas el tipo de inteligencia que esa asignatura permitía, para que los estudiantes no se convirtieran en completos robots, sin capacidad ni siquiera de escribir una carta a su abuela, hacía que el plantel le diera un rol cuántico al maestro que se daba cuenta de que en aquella academia fundada por marinos, el don de la palabra: valía werga.

Afortunadamente, la crisis de finales de los noventas, rompió la suposición de que repletando de ingenieros las largas filas del desempleo, la república a la fuerza, avanzaría. Por lo que desde esos años en los que nos despedimos del sucre, el interés por el área de las artes y la cultura, se multiplicó entre los jóvenes, como la espuma.

Es así, que ahora debe haber cientos de veces más artistas formándose en el Ecuador, de los que había, a principios de los noventas.

Esto también nos hizo una población con un look más occidental, en la que se hizo más permisible tener el pelo largo, o mostrar la pierna.

Es que lo que no comprenden algunos de los más jóvenes millenialls, es que poco antes de internet y la televisión por cable, en Quito, sí vivíamos,

en la era de las cavernas.




Santiago Gabriel Soto

31 de Julio de 2020

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