El ida y vuelta de la crisis de finales de los noventa

Se puede entender la crisis de finales de los noventa, como un movimiento contra cíclico a aquel iniciado a fines de los sesenta, con la llegada de la década petrolera?

Cuando recorro los rincones de la casa de mis padres, en un condominio, o conjunto, en el barrio de El Rosario, cerca del otrora independiente pueblo de Cotocollao, en los suburbios nor occidentales hacia los que Quito creció en los setentas, puedo rastrear el momento en el que esta parte de la ciudad se quedó sin el trabajo de los profesionales, cuyos oficios atendían las necesidades de la clase media que este estilo de vida representaba.

Pensándolo desde esa perspectiva, se puede armar un esquema narrativo que observa la sociedad capitalina, como una que, previo al crecimiento de la clase media, se sustentaba en un sistema de clases que fue interrumpido solo temporalmente gracias a la renta petrolera, pero que volvió a ejecutarse una vez que desaparecieron los recursos de la bonanza.

Así, la historia de la crisis de finales de los noventas, si bien es culminada con el gran golpe que representó el feriado bancario, es en realidad un proceso más complejo en el cual los trabajadores, que fueron atraídos por la capital, una vez que constataron que se había llegado al límite que el discurso de la inclusión proponía, migraron a otros mercados en donde su trabajo era más valorado. Los cuales incluyeron mercados extranjeros, como Estados Unidos, España o Italia.

Ayer, en la entrega de los Óscares, Gael García Bernal, quizá uno de los actores más importantes de Latinoamérica de estos tiempos, se refería al oficio del actor como el de un trabajador migrante. Los Óscares, ese gran símbolo de la relación simbiótica entre los mercados culturales que llegó a su cúspide gracias a la globalización, a través de su testimonio se convertían también en una plataforma para visualizar las tensiones con las que opera la economía mundial, tan altamente entrelazada.

Es muy conocido el argumento de que vivimos en un mundo en el que se facilitó el traslado de capitales, pero en el cual, el libre movimiento de los trabajadores está restringido por leyes que benefician, sobre todo, un dogma que todavía no comprende al mundo más allá de sentidos estrictos de nación, etnia y raza. Así, ni siquiera el músculo de la industria del entretenimiento logra transformar efectivamente, en las audiencias, el gran recelo que se tiene a quien llega de otra patria.

Se dice que la escritura de guiones para cine puede resumirse a dos fórmulas (y en general a la literatura): la primera, la historia de un extraño que llega al pueblo; la segunda, la de un individuo que tiene que marcharse de su pueblo.

El traslado, el viaje, es entonces una forma de entender cualquier tipo de narrativa. La posibilidad de la memoria, de la imaginación, de la ficción surge en el traslado, en el cambio de las condiciones en las que vive el personaje. Es la diferencia, la que le permite convertirse en alguien distinto al final del viaje, de la aventura, de la película.

Quito, cuando se la piensa desde ese movimiento de llegada, de una gran cantidad de trabajadores en la década de los setenta, y a la vez en el espacio desde el cual se despidieron muchos de esos trabajadores, incluyendo a aquellos que ya se encontraban aquí antes de su llegada, cuando la crisis de finales de los noventa generó el éxodo que transformó nuestra patria, es una ciudad en cuya experiencia reposa una gran riqueza.

Digo esto, porque si aprovechamos las imágenes que todavía están frescas en nuestra cultura, podemos ayudar a desenredar las taras que impiden que nuestra ciudad funcione de una manera más eficiente, pero también de una forma más humana.

Esta reflexión solo deja planteado el inicio de una discusión que es mucho más amplia. En la que puede esperarse que aparezcan algunos rasgos de la cultura quiteña previa a la presencia de una basta y diversa clase media, en cuya identidad, todavía reposan muchos misterios que están en el corazón de la sociedad casi-medieval, por su estructura feudal, propia de los tiempos de la colonia.

Es ahí donde el mestizaje, que durante los noventa y sobre todo durante los dos miles, fue cuestionado, desde la perspectiva de ser un discurso que eliminaba forzosamente las diferencias, tienen en realidad un matiz liberador. Ya que sirve para entender que existieron franjas de nuestra sociedad que dejaron de entenderse en el esquema binario blanco/negro, rico/pobre, franciscano/quiteño, con el que se limita la posibilidad de que esta urbe cumpla su vocación de liderazgo en nuestra América.

Nuestra América.




Santiago Soto
02/27/2017

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