Retratos de lugares: El Caché

Treinta y cuatro años después, me bajé de mi corcel y entré al Caché. El Caché, es el diner favorito de mucha gente del sector. Un restaurante construido en el garaje de la casa de una familia que hace algunos años ya se fue a otro barrio. Así, la casa cambió de dueños, pero el Caché sigue ahí, sirviendo almuerzos como si fuera mil novecientos noventa y cinco.

Por dos dólares con veinte y cinco, uno recibe sopa, segundo, un vaso de jugo y hasta un plátano. La sazón es buena y la cantidad racional.

En el Caché comen algunas personas de mi conjunto. Hoy me topé ahí con una viejita latacungueña con quien trabé amistad, cuando tuve que averiguar como hicieron para reemplazar la tubería que va hacia la caja de revisión de mi casa. Lo habían hecho en la suya, levantando un rosal, que con el tiempo volvió a crecer.

En el Caché también comen policías, taxistas y maestros. Mientras disfrutaba de mi almuerzo, en la mesa contigua, otra viejita devoraba un plátano frito. Después, sobre la mesa, contaría los centavos, para pagar. Junto a ella, en la mesa del otro extremo (es un lugar muy pequeño, cuyo aforo es solamente de veinte y ocho personas) dos técnicos que dan mantenimiento a los buses de la cooperativa Ca-Tar, con los overoles y las botas de caucho todavía puestas, se tomaban su tiempo para disfrutar de su hora de almuerzo.

En la televisión, el noticiero del diez, contaba que Donald había despedido a la jueza que impidió que su orden de detener la entrada de los ciudadanos de siete países del mundo musulmán, se implementara. La mujer, una heroína de nuestros tiempos, argumentaba que no estaba segura de que aquella orden fuera legal. El canal diez, es el favorito de la gente de la costa- pensé, recordando al dueño del Caché que en ese momento no se encontraba: un hombre de rostro gentil, y parada de mono.

Un niño regordete entró cojeando. Había sufrido de algún pequeño accidente en el colegio. La mesera, que ella sí cojeaba de verdad, le trataba con cariño y disciplina, como usualmente sucede entre familiares en estos barrios. El niño se desplazó hacia una puerta al fondo del local. Un rincón más bien oscuro, en el que pude deducir que se encontraba el baño.

El Caché tiene buena sazón, pero no buena decoración. Sus paredes son naranja, al igual que las bancas de respaldares altos y dispuestos como las de un diner gringo de menor presupuesto. La pintura se estaba descascarando en la esquina en la que comí mi almuerzo. Pegadas en las paredes habían seis cartulinas, reproducciones de obras de arte que iban desde el religioso hasta el avant-garde, pasando por el fauvismo. Alguien que entendía de pintura las había puesto ahí. Esas son las facetas de la gente normal que pasan desapercibidas por el clasismo, con el que somos criados: tender a pensar que la gente de los barrios no entiende de arte. Qué es entender el arte, sino utilizarlo. El arte se usa, siempre se termina usando. No importa qué grado de relación académica se tenga con la pintura. Si estoy dispuesto a colgarla en la pared estoy dispuesto a apreciarla. En algún lugar hay que empezar. Será que este diner puede convertirse en un café-galería. Estoy gentrificándolo.

A los treinta y cuatro años me bajé de mi corcel y almorcé sintiéndome parte de la gente normal de mi barrio.





Santiago Soto
1/31/2017

Comentarios

Entradas populares