Adolescentes, Ninjas y Mutantes

Es difícil empezar a hablar sobre lo que pasó con mi generación en nuestros tiempos de la licenciatura universitaria. Es difícil quizá porque todavía no tenemos suficiente perspectiva: diez años no son tantos. Sin embargo, ya podemos empezar a ver las consecuencias de las decisiones que tomamos para asumir los problemas que tuvimos que vivir (estoy hablando de un contexto específico: quiteño y de clase media).

Me gusta pensar que la mía, fue una generación de ruptura. Fuimos la generación en la que se rompió el bienestar de una clase media limitada en su extensión poblacional. Me gusta pensar que esa ruptura nos obligó a ver esa cara fea que teníamos guardada en los genes desde la última vez que nuestros antepasados tuvieron que vivir algo así como una guerra. Porque se sentía como una guerra, una guerra económica. 

Lo que alguna vez fue un conglomerado que, de una u otra manera, lograba mantener un espíritu de grupo, un sentimiento de tranquilidad que se satisfacía con la idea de ese Ecuador, Isla de Paz, de repente se había convertido en la pista de carreras del desaparecido hipódromo. Unos a caballo, otros en carreta, otros en moto de montaña y algunos a pata, luchaban por mantener algo que hasta ahora solo puedo definir como un estándar de consumo. Como si la supuesta tranquilidad, pero sobre todo esa tranquilidad que soñaba con el fin de la historia, en ese mundo globalizado y corporativo en el que uno hubiera querido que hasta la deposición tuviera marca (solo para estar seguro de que fuera de buena calidad), nos hubiera montado en esos caballos del hipódromo imaginario que, ya llegado el siglo veinte y uno, se convirtió en la tumba de aquella clase media. 

Conversando con amigos me doy cuenta que cada uno tiene su teoría, algunos hablan de los nuevos ricos, otros hablan desde la izquierda, hay quienes se obstinan por probar que todo es cuestión de una fórmula matemática mal aplicada en la balanza comercial, hay quienes se vuelcan al dinero como el guión de la civilización, los que prefieren solucionar todo a golpes, los que se mueren por ponerte un membrete y taparte la boca. No les culpo, es difícil hablar, pero es aún más difícil escuchar. 

Lo que es cierto, es que en ese tiempo, las ideas que heredamos de nuestros padres y abuelos, las generaciones que dejaron atrás el Quito religioso e irracional, dejaron de ser válidas. Nuestros abuelos construyeron algún sentido de comunidad que se basaba en principios que iban más allá de las antiguas tradiciones religiosas, fueron los verdaderos quiteños modernos. Por otro lado, nuestros padres, los rebeldes de los sesentas y setentas inventaron reglas para romper las reglas. Hicieron más explícitas las fronteras de los juicios sociales que rodeaban a ideas como el derecho a la libertad, la justicia y el amor. 

A nosotros, en cambio, nos dijeron que vivíamos en un mundo post apartheid, post guerra fría, post dictaduras. Nos decían que los hombres, en el amor y en la guerra, habían logrado una sensatez digna de llenarnos de optimismo. Nos decían que la economía estaba tan avanzada que, si bien se le ponía precio a todo, los precios solo servían para que los humanos pudiéramos seguir soñando. Fuimos la generación que debía disfrutar de eso que había tomado tanto tiempo construir, vivíamos en esa Isla de Paz, en esa Luz de América, en los alrededores del Parque la Carolina, en el mejor juego del Play Land Park. 

En este punto es necesario trasladar al lector a una escena que de alguna manera sirva para entender el tono de la generación que llegaba a sus veintes mientras se caían las Torres Gemelas:

Dos universitarios han quedado en verse en un centro comercial, en el patio de comidas. Es un lugar descuidado y oscuro, no parece un centro comercial, es grasiento y está vacío. Ella llega un poco antes que él, o lo hacen al mismo tiempo. Ha sido un viaje largo para él, uno un poco más corto, para ella. Se sientan, uno frente al otro. Es una situación en la que no han estado antes. Son amigos, cercanos. Después de un par de bromas, esas que se acostumbra hacer, ella suelta su verdad.

-No quiero que pienses que lo que pasó el sábado significa que seamos pareja.

A lo que él contesto.

-Tranquila, yo solo quiero que te tomes estas pastillas. 

Lo que me gusta de esta escena es que, si bien habla, en un primer nivel, sobre algún tipo de libertad sexual: una de las evidencias de lo avanzado de esos tiempos, también habla, y de una manera mucho más sutil, de un ambiente de competencia que había penetrado hasta los niveles más íntimos de nuestra existencia. Quien ha seguido al menos parcialmente lo que yo he hecho como cineasta, músico o escritor, debe haber notado que tengo una fijación con el amor y en especial con el amor romántico. Así como no me canso de intentar pensar mi generación, tampoco me canso de intentar pensar el amor o las formas en las que se vive el amor. 

Hace pocos días, mientras trotaba me encontré con un razonamiento (ese pinball de neuronas que produce un sentimiento) que me pareció tan básico, pero tan útil que me sorprendía no haberlo encontrado antes. Soy un treintón, soltero, hetero, longo y roquero, y siempre he soñado con tener una familia. Soy de esos panas que tuvieron novia desde que pudieron (en mi caso, primer curso del colegio: cuando se hizo mixto) y por ser tan convencional en mis aspiraciones amorosas sufrí de forma particular el haber formado parte de una generación tan particular (valga la redundancia).

El razonamiento era el siguiente:

Si encuentras a alguien que quieres, esa misma relación te puede generar tanto entusiasmo, que el encontrar la forma de sustentarla no debería ser un problema. 

La razón por la que me llama la atención lo tardío de mi descubrimiento de este razonamiento es que al servir para apuntalar el mayor reto que alguien tan convencional como yo puede tener: ese de formar una familia, me habría ahorrado un montón de problemas el encontrarlo más temprano, por ejemplo, en ese tiempo de la licenciatura universitaria. Sin embargo, como podemos ver en esa escena, una escena que viví por ahí de mis veinte años, puedo decir que en esos tiempos de lo que menos se hablaba era de cómo un sentimiento, un cariño o un deseo nos podía ayudar a cumplir nuestros sueños (claro, habían todos esos libros baratos de autoayuda, pero quién se iba a poner a leerlos!). Se hablaba de métodos, métodos para evolucionar las ideas. Métodos para perfeccionarlo todo. 

El amor, en esos tiempos parecía demasiado tonto como para merecer perfeccionarse. 

Se nos pasaron de largo, entonces, algunos razonamientos. Estoy seguro que hay muchos de mis compañeros de generación a los que no les hacía falta pensar en el amor y que disfrutan de haberse independizado del mismo. He visto a muchos de mis amigos lograr cosas increíbles en las artes, en las ciencias y en los negocios. Perfeccionamos lo que pudimos perfeccionar. Sin embargo a mí, me parece que todo se ve angustiosamente similar a como todo estaba hace diez años. Creo que dentro de algunos seres humanos que habitamos las ruinas de esa anterior clase media quiteña, todos nuestros logros no han hecho más que dejarnos iguales. Seguimos siendo esos adolescentes, ninjas y mutantes. 



Santiago Soto
07/21/14

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