Arraigo y Rocanrol

Desde la planicie al final del viejo aeropuerto se puede observar el Casitahua, con sus lomas peladas y grises, con una que otra humareda inexplicable sucediendo a cualquier hora. El norte de Quito es un asentamiento sordo, plano y duro. Para alguien que ha pasado en este escenario la mayor parte de su vida, la normalidad del norte aún puede ser difícil de aceptar. Con los problemas que surgieron por los sismos en las canteras se iluminó la idea de que si la ciudad es gris, es porque la mayor parte de los materiales que la construyen son precisamente, grises. El norte ya ha sido establecido como un sector distinto al centro-norte por el mismo municipio y desde esa distinción surge la posibilidad de reclamar su identidad. 

Así como el Casitahua le resta color al horizonte fronterizo del norte, hay muchos otros rincones que decoran sus recorridos. Hay que hacer el esfuerzo de caminar esas calles a las que solo se puede entrar a pie o en bicicleta, porque son comunidades que han decidido cancelar el tráfico corriente por motivos de seguridad. Hay varios de estos bolsillos de paz, regados entre las arterias brutales de un norte que expresa a cada cuadra su naturaleza industrial. Alguna vez el guardia de mi conjunto dijo que ver pasar el metrobus por la Diego Vásquez de Cepeda es como ver a las locomotoras de otro tiempo recorrer los barrios periféricos de Londres (lo de Londres le aumenté yo, pero esa era la idea). Hace poco, recorriendo San Pedro Claver, un querido amigo que creció ahí se sorprendía por las marcas negras que deja en el pavimento el transporte público, una marca similar a las que se pueden ver en esas pobres calles del centro a las que los túneles les llenaron de tránsito. 

A todo esto, el norte es lo que es y pese a sus perfiles amenazantes y toscos, y más allá del termómetro ese de la inseguridad que siempre está para sugerir cambios en la administración pública, este sector sí permite a sus habitantes desarrollar algún sentido de arraigo. A veces me gusta descubrir en esas veredas rotas (las verdaderas vías públicas a diferencia de las calles que son casi exclusivamente para quienes poseen un auto) alguna piedrita rodando empujada por los ventarrones del verano. En esa piedrita encuentro el rocanrol que después abrazo en mi guitarra y en mi forma desafinada de cantar cuando llego a los momentos más álgidos de mis canciones. El rocanrol nos une además al pulso de este mundo que desde hace décadas decidió optar por un proyecto global. No hay porque sentirse aislado en el norte, solo es necesario aprender a escuchar su ritmo, no es necesario huir, ni salir corriendo. De vez en cuando está bueno quererse en el norte.







Santiago Soto
08/27/14

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